Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Santos de alta velocidad


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En estos días, en los que pasamos de la pausa navideña a recuperar el frenético ritmo de lo cotidiano, me he acordado de mis pocos conocimientos de mecánica. No acabo de entender cómo funciona un motor de arranque, pero, gracias a la impresionante capacidad que tenemos los humanos de adaptarnos a las distintas situaciones, cuando era cría aprendí el valor de que un coche pudiera acelerar de 0 a 100 km/h en el menor tiempo posible. La culpa la tienen unos naipes que se pusieron de moda en los años 80 con los que jugaban mis amigos del verano. Con esas cartas, que presentaban las características de distintos tipos de coches o motos, me enseñaron que si era importante que el automóvil alcanzara una gran velocidad, también era valioso que lo hiciera en el menor tiempo posible.



Urgencia en los procesos

Tengo la sensación de que, hayamos jugado o no en nuestra infancia con estas cartas, hemos integrado una llamativa pasión por la rapidez. No me refiero solo al ritmo que introducimos en nuestra vida laboral, sino incluso en lo que afecta a los procesos personales y al camino creyente. Esa sensación me da cuando escucho insistir en la urgencia de hacer santo súbito a los Papas cuando fallecen, al menos, así ha sucedido con los dos últimos. Como en esos coches y motos que aparecían en los naipes, pareciera que saltarnos los ritmos normales e introducir urgencia en los procesos habituales resultara en sí mismo un valor añadido, como si de este modo se acrecentara la santidad.

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Quizá se nos ha contagiado el deseo de inmediatez que vivimos en nuestra sociedad, donde una búsqueda en Google nos devuelve información al momento o donde Alexa o Siri son capaces de resolver nuestras preguntas sin tener que reposar las respuestas. En cambio, tengo la certeza de que la velocidad que el Señor imprime a nuestros procesos humanos y creyentes es mucho más lenta y menos lineal. En ellos tenemos que aprender paciencia y a acoger unos ritmos que no son los que deseamos, como le sucede al sembrador, que “espera el fruto precioso de la tierra, aguardándolo con paciencia hasta recibir las lluvias tempranas y tardías” (Sant 5,7). Conviene recordar durante estas semanas que no somos menos valiosos por no poder pasar de 0 a 100 en cuestión de segundos ¿no os parece?