Alberto Royo Mejía, promotor de la Fe del Dicasterio para las Causas de los Santos
Promotor de la fe en el Dicasterio para las Causas de los Santos

Santos por las calles de París (I)


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Los Juegos Olímpicos celebrados recientemente en la ciudad de París nos dan la ocasión de recordar las raíces cristianas de esta ciudad y a algunos de los muchos santos que han caminado por sus calles, ayudando a hacerla más humana en la medida en que fue más cristiana, aunque algunos hoy en día no lo vean de este modo.



Sus orígenes cristianos nos llevan a los tiempos del tardío Imperio Romano. Bajo el gobierno romano, Lutecia contaba con una población estimada de alrededor de 8.000 personas. Fue cristianizada en el siglo III, cuando, según la tradición, San Dionisio se convirtió en el primer obispo de la ciudad.

Persecución constante

Habría llegado a Francia hacia el 250 o el 270 desde Italia con seis compañeros con el fin de evangelizarla, pero el proceso no fue enteramente pacífico. Alrededor del año 250, Dionisio y dos compañeros, Rústico y Eleuterio, fueron arrestados y decapitados en la colina de Mons Mercurius, más tarde conocida como Mons Martyrum (la Colina de los Mártires o Montmartre), durante la persecución de Valeriano.

Para ilustrar cómo era la hagiografía antigua, muy dada a lo extraordinario hasta llegar a lo estrambótico, según las biografías de San Dionisio, escritas en la época carolingia, tras ser decapitado anduvo durante seis kilómetros con su cabeza bajo el brazo (así se le suele representar), atravesando Montmartre por el camino que más tarde sería conocido como la Rue des Martyrs. Al término de su trayecto, entregó su cabeza a una piadosa mujer, y después se desplomó.

El paso de las divinidades

En ese punto exacto se edificó una basílica en su honor. La tradición del culto a San Dionisio de París fue creciendo poco a poco, llegando incluso a ser confundido con Dionisio Areopagita (obispo de Atenas) o con Dionisio el Místico. Esta confusión proviene del siglo XII, cuando el abad Suger falsificó unos documentos por razones políticas, haciendo creer que San Dionisio había asistido a los sermones de San Pablo, algo totalmente anacrónico y disparatado.

Lutecia fue rebautizada como París en el año 360, tomando su nombre del pueblo galo de los parisios. Antes de la expansión del cristianismo, los dioses de los parisinos eran los de la Galia galorromana: Júpiter, Marte, Apolo, Baco, Minerva, Venus, Diana. El culto de la diosa madre y el de Isis eran igualmente populares, pero fue Mercurio el más popular de todos, y sus estatuas se prodigaban hasta en los últimos rincones del país.

Si de algún modo se quiso rendir homenaje a alguna de estas divinidades en el reciente episodio de la inauguración de los Juegos Olímpicos parisinos, o si simplemente fue una irreverente burla del cristianismo (quizás todo ello mezclado), el penoso resultado nos recuerda los orígenes paganos de la ciudad, como queriendo borrar la historia posterior.

La fuerza de Genoveva

Saltando un par de siglos, encontramos a una gran mujer a la que, en buena parte, deben su fe los cristianos de París, por ello considerada patrona de la ciudad junto al decapitado obispo evangelizador Dionisio. San Germán, obispo de Auxerre, y el Beato Lobo, obispo de Tréveris, a su paso por París, encontraron a Genoveva, una joven de extraordinaria virtud, de gran fuerza persuasiva, vehemente en su deseo de hacer el bien y dispuesta al sacrificio en favor de los pobres y necesitados.

Santa Genoveva de Francia

Su fama se extendió tan rápidamente que Teodoreto, obispo de Tiro, asegura que cuando Simeón el Estilita, desde lo alto de su columna, reconocía entre las multitudes que venían a consultarle a algún mercader galo, enseguida le encargaba que llevase sus saludos a Genoveva. La cronología está un poco cogida con pinzas, pero podría haber sido así.

Según la tradición, San Germán exhortó a la joven a consagrarse enteramente a Dios y a no tener otro esposo más que Jesucristo. Al ver en el suelo una moneda con una cruz grabada, la tomó y se la entregó a Genoveva, recomendándole que la llevase al cuello como señal de su consagración a Jesucristo. En aquel tiempo, al no haber por aquellos alrededores conventos para las vírgenes consagradas, ellas permanecían en sus casas, en medio de la gente.

Sabia y prudente

Genoveva fue una mujer sabia y prudente, de gran valentía al enfrentarse al rey Atila cuando invadió la ciudad, y muy importante en la conversión de Clodoveo, que llevó a la conversión de toda Francia. Vivió más de ochenta años, hasta la primera década del siglo VI. Las cenizas de Genoveva siguieron atrayendo la devoción de los parisinos, y no había solemnidad ni temida catástrofe en la que no se recurriese a la urna que contenía sus restos, enriquecida con donaciones de monarcas y príncipes. Fue de gran fama el manojo de diamantes ofrecido en el siglo XVI por la reina María de Médici, esposa de Enrique IV, aunque no faltó quien afirmase que dichos diamantes eran falsos. No sería de extrañar, pues la historia nos muestra que casi todo es posible. Después de variadas vicisitudes, sus restos reposan hoy en la iglesia de Saint-Étienne-du-Mont, cerca de la universidad de la Sorbona.

Permítanme hacer un largo salto en la historia, dejando de lado el esplendor intelectual, artístico y religioso de París en la Edad Media, cuando la ciudad contaba con una de las universidades más prestigiosas de Europa, que albergó a docentes como Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura. Llegamos a otro momento importante de dicha universidad, cuando el converso Íñigo de Loyola, ya en el siglo XVI, frecuentó sus aulas. Después de sus experiencias universitarias en España, en Alcalá y Salamanca, con problemas con la Inquisición incluidos, Íñigo se trasladó a la capital francesa en 1528, y su estancia finalizó en 1537. Después de un viaje a Tierra Santa, partió desde España a pie hacia la ciudad del Sena, confiando en que sus compañeros más cercanos de Alcalá se reunirían con él meses después. Sin embargo, por diversas circunstancias, ninguno de ellos viajó a París.

En la renombrada universidad, Ignacio (que en París comenzó a usar este nombre en los documentos oficiales, ya que no era fácil latinizar el de Íñigo) coincidió con Pedro Fabro y con el navarro Francisco de Javier, con quienes compartió habitación y tutor. Los tiempos de conversación y las clases compartidas forjaron entre ellos algo más que una amistad propia de universitarios; se convirtieron en los “amigos en el Señor”, un grupo que se fue ampliando con la llegada de Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Simón Rodrigues y Nicolás de Bobadilla. Estos siete primeros compañeros participaron en la liturgia de Montmartre el 15 de agosto de 1534, donde, en una eucaristía presidida por Pedro Fabro, se comprometieron a viajar a Jerusalén una vez terminados sus estudios, y a presentarse ante el papa si el viaje o la estancia en Tierra Santa no resultaba como ellos esperaban.

Una beata aristócrata

No quiero dejar de recordar el París de algunos decenios antes, que contemplaba curioso los sufrimientos de una gran mujer a la que la vida le había dado pocas alegrías, a pesar de ser nada menos que reina de Francia y habitar en lo que hoy es el Museo del Louvre, residencia regia durante varios siglos. Me refiero a la beata Juana de Valois, hija del rey de Francia Luis XI y de Carlota de Saboya, nacida el 23 de abril de 1464, para decepción de su padre, que deseaba un varón. El 19 de mayo del mismo año, a la edad de 26 días, fue prometida por su padre a su primo, de solo dos años, Luis de Orleans, futuro Luis XII, con quien se casó en 1476. Lo que sus padres no advirtieron al comprometerla fue que, además de su condición de mujer, Juana tenía una fealdad de rostro, una incipiente cojera y posteriormente una medio joroba, por lo que se decidió sacarla de la Corte de los Valois y esconderla en el castillo de Linières, donde llevó una vida monótona y solitaria sin volver a ver a su madre, Carlota de Saboya, desde los cinco años.

Ante la poca gracia de la prometida, los Orleans se negaron a emparentar con ella, pero las amenazas de muerte por parte del enojadizo rey eran cosa seria, y el matrimonio se celebró el 8 de septiembre de 1476 en la capilla de Montrichard, ceremonia en la que el novio ni habló ni miró a la novia. A partir de este acontecimiento, el esposo solo visitó a la malquerida mujer cuando lo ordenaba el rey, y en esas ocasiones se iba con otras mujeres.

Conspiración errada

Cuando, tras la muerte de Luis XI (1483), Ana de Beaujeu, hermana mayor de Juana, asumió la regencia en espera de la mayoría de edad de su hermano menor, Carlos VIII, el duque de Orleans fingió un acercamiento a su consorte. Algún tiempo después (1485), Luis urdió una conspiración y se rebeló contra Ana y Carlos VIII, pero, tras ser derrotado, fue encarcelado en Bourges. Más tarde, fue indultado y liberado gracias a la intercesión de Juana ante sus hermanos. El 7 de abril de 1498, Carlos VIII murió sin heredero directo y el trono pasó a su pariente masculino más cercano, el duque de Orleans, que adoptó el nombre de Luis XII. Su esposa Juana, que en más de veinte años de matrimonio no le había dado ningún hijo, fue excluida de la ceremonia de coronación celebrada en Reims. Luis XII pronto obtuvo la constitución de un tribunal eclesiástico para juzgar la validez de su unión con Juana y, el 17 de diciembre de 1498, en la iglesia de Saint-Denis de Amboise, se pronunció la declaración de nulidad del matrimonio.

Pero la nulidad del matrimonio (que fue más bien un verdadero repudio) y la lejanía de la corte parisina fueron la ocasión para que Juana de Valois comenzara a mostrar su gran valía interior, que no coincidía con su modesta apariencia exterior. Se dedicó a promover obras asistenciales y caritativas, e incluso llegó a fundar una orden religiosa en la que, en 1504, ella misma profesó y vivió hasta morir santamente un año después.

Un martirio ‘revolucionario’

La larga historia de París también nos lleva, como es sabido, a los turbulentos años de la Revolución Francesa, en los que muchos sacerdotes y religiosos fueron ejecutados por el hecho de serlo, aunque teóricamente fueran acusados de ser enemigos revolucionarios por simbolizar el viejo régimen en el que la Iglesia tenía un papel importante y que la nueva Francia quería olvidar por completo.

El 2 de noviembre de 1789, los bienes del clero fueron confiscados y entregados a la Nación para solucionar la crisis financiera, motivo principal de la convocatoria de los Estados Generales de 1789. Sin embargo, se permitió a las monjas permanecer, temporalmente, en sus conventos. El 13 de febrero de 1790, se disolvieron todas las órdenes monásticas y congregaciones religiosas, y los votos emitidos por los religiosos fueron declarados nulos por ser “contrarios a la libertad”. La Asamblea Nacional invitó a todos a regresar a sus casas, pero autorizó a los religiosos que lo desearan a permanecer en sus conventos, ahora convertidos en patrimonio nacional.

Los Comités de Vigilancia

Ese mismo año, el gobierno revolucionario de Francia promulgó una ley que negaba la autoridad papal sobre la Iglesia en Francia. Se exigió al clero francés que jurara cumplir esta ley y someterse a la República. Muchos sacerdotes y religiosos prestaron juramento, pero una minoría considerable se opuso. En agosto, en nombre de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad, aquellos que se habían negado a jurar fueron acorralados y encarcelados en monasterios parisinos, vaciados a tal efecto. Se crearon “Comités de Vigilancia” y se enviaron turbas a las cárceles improvisadas. El 2 de septiembre comenzó un período de derramamiento de sangre y matanzas. Los presos fueron degollados a sangre fría, y todos los prisioneros, incluso los ancianos e inválidos, fueron pasados a cuchillo.

Mártires carmelitas de la Revolución Francesa

En esta dramática situación de injusticia, camuflada bajo la excusa de la modernidad, los llamados “mártires de las masacres de septiembre” fueron un grupo de 191 clérigos, religiosos y laicos asesinados por la turba entre el 2 y el 3 de septiembre de 1792 en diversos lugares de París donde habían sido encarcelados durante la Revolución Francesa. De ellos, 21 fueron masacrados en la abadía de Saint-Germain-des-Prés, 95 en el Hôtel des Carmes, 72 en el seminario de Saint-Firmin y 3 en la prisión de la Force. Tres de los mártires eran obispos, 127 pertenecían al clero secular y 56 pertenecían a congregaciones y órdenes religiosas. Todos ellos fueron beatificados por el Papa Pío XI el 17 de octubre de 1926.