Hay que agradecer al filósofo Diego S. Garrocho que haya suscitado el debate sobre el papel de los intelectuales cristianos hoy. Es buena noticia: se echa de menos una contribución más viva desde la experiencia religiosa. La reconstrucción tras el coronavirus necesita una mayor contribución de los cristianos en todos los órdenes.
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La llamada a los intelectuales es crucial, porque a esta situación hemos llegado por déficit en los modos de pensar en valores y creencias de la civilización global. En esto incluiría la pregunta por la aportación de los cristianos en la cultura, la ciencia y el arte.
¿Sigue teniendo sentido?
Lo primero sería interrogarnos sobre el significado de la figura del intelectual hoy en día. ¿Sigue teniendo sentido? ¿Cómo se construye o reconoce hoy en día un intelectual? ¿Por su impacto en los medios de comunicación y en el mundo editorial? ¿O por su influencia en los centros de decisión y organizaciones? ¿Quién es una referencia intelectual? ¿Es expresión de su saber o del poder de quien le da cuota de pantalla? ¿Y dónde y desde dónde debe pensar y hablar ese intelectual? Responder a las preguntas de Garrocho exige penetrar en esta revisión del papel y surgimiento de los intelectuales.
Hay numerosos intelectuales cristianos que actúan como tales haciendo la mejor ciencia posible. Intervienen en la esfera pública hablando de política internacional, historia, ética o economía. Hay pensadores de referencia en las ONG y sectores de la Iglesia. Lo que se echa de menos es la comunicación explícita entre la experiencia de Dios y la razón en la conversación pública. Quizá la clave es la hondura de nuestra relación viva con Dios, cómo transforma nuestro modo de pensar y cómo lo compartimos. El enfoque no es el de la guerra cultural, sino el de la profundidad y legibilidad.