No ha pasado ni un año siquiera y a muchos ya se nos olvidó. Se nos olvidó la pandemia y todo el cambio de vida que generó. No sé si es bueno o malo el olvido, pero sí da tristeza cómo tan rápidamente damos por obvios mil regalos que hace tan poco tiempo era apreciados como oro en polvo en la conciencia humana y hoy son parte del paisaje y el cuerpo se acostumbró. Quiero ir recorriendo con ustedes parte de los retazos que mi mente retiene como bendiciones conscientes para dar gracias a Dios. Pueden ir sumando los suyos y hacer juntos oración.
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Gracias por la posibilidad de respirar sin mascarilla y ver cómo van desapareciendo de nuestro alrededor. Ver los rostros, no tener que imaginar sus facciones ni adivinar sus sonrisas, es un regalo para el corazón.
Abrazos sin restricción
Gracias por la oportunidad de dar abrazos sin restricción. Por sentir los cuerpos de otros relajados, sin delantales de plástico interfiriendo en la conexión amorosa y pudiendo percibir de cerca su respiración. Es alimento para la vida y la resurrección que tanto necesitamos.
Gracias por la libertad de desplazarnos a donde queramos por las calles, carreteras, por el aire o el mar o lo que disponga el tiempo y el bolsillo de cada cual, sin la molestia de pasaportes sanitarios, barreras o burocracias que nos ordenaron en categorías de horrorosa condición. Es oxígeno para el cerebro que estaba en prisión.
Bendita la posibilidad de recuperar los ritos con toda su importancia y tradición. Volvieron los bautizos, las fiestas, los cumpleaños, los matrimonios y los funerales con coros, sepulturas y procesiones con velones y flores por montón. No había cómo vivir las alegrías y los dolores que estaban amarrados con un bozal en el corazón.
La presencialidad
Uno de los mejores regalos, la presencialidad, con todo lo que implica el espacio y el tiempo que compartimos físicamente con los demás. Se nos fortalecieron los vínculos; volvimos a oler, ver, tocar, saborear y oír en HD y no en la precariedad del online, que, si bien es muy útil y llegó para quedarse, es un mínimo si lo comparamos en el grado de humanidad que podemos percibir y atesorar.
Gracias por no tener más los complejos “aforos” restringiendo con quién podíamos o no contar. Ese límite en la familia, en el trabajo, en el transporte, en las reuniones, en los ritos, era un grillete a la sociabilidad natural y que nos obligó a dejar fuera a muchos o a que nos dejaran excluidos de encuentros en los que anhelábamos participar.
Gracias por la salud y la confianza que se empieza a recuperar, pudiendo estornudar sin considerarse un “leproso moderno” ni despertar sospechas en los demás. Los resfriados vuelven a ser parte de nuestra cotidianeidad, bajando la ansiedad y el temor de contraer la temida enfermedad.
Con los mayores y los enfermos
Bendito sea poder ir a visitar a las personas mayores y a los enfermos sin el miedo de contagiarlos sin saberlo y recuperar vínculos prepandémicos que se estaban resintiendo en la soledad.
Qué alegría que el comercio internacional en algo se comienza a normalizar y ya es posible encontrar mayor stock de productos y servicios que habían subido sus precios a las nubes o eran imposibles de encontrar. Había mucho abuso además.
Cada espacio que visito es una novedad, cada rostro que me sonríe es una buena noticia para leer y conocer más, cada paseo que puedo realizar en vacaciones me parece un pedacito de oro inmerecido y que anhelo atesorar, cada plato es un manjar para mi paladar, cada baño en el mar es una caricia de Dios que me recuerda que no debo olvidar. Solo hace un año atrás estábamos confinados, bañados en alcohol y gel, vestidos con mamelucos y mascarillas para no infectarnos y, los menos afortunados, boqueando con respiradores en un hospital. No se trata de dramatizar; se trata de tener buena memoria, ser agradecidos, más conscientes de la vida que se nos da y, de paso, más felices y un aporte de gozo para los demás.