JOSÉ LORENZO | Redactor jefe de Vida Nueva
“Hubo un tiempo nada lejano en el que llenar seminarios era la máxima aspiración de todo buen pastor…”.
Hubo un tiempo nada lejano en el que llenar seminarios era la máxima aspiración de todo buen pastor. No hay que explicar demasiado el sentido de esta razonable consideración: la Iglesia necesita sacerdotes, gente que con su ejemplo sea la mejor campaña nunca ideada por un creativo para saber que imitar esa entrega es una buena manera de gastar la vida por los demás. Pero, salta a la vista, hoy no abundan vocaciones en una sociedad que digiere mal el compromiso.
Lo que quizás no ha sido tan razonable ha sido el empeño –casi contra viento y marea– puesto por algunos para resucitar seminarios que en los años 60 estaban a rebosar. Pensando que un seminario desolado era un espejo en donde se reflejaría todo su ministerio, casos ha habido de una especie de “barra libre” en el que se flexibilizaron demasiado los criterios de discernimiento con tal de que se viese vida en unos edificios ya casi desahuciados de toda expectativa que no fuera la de tratar de sacar provecho económico a unas instalaciones, ahora, a todas luces, elefantiásicas.
Además, el florecimiento vocacional en algunos movimientos y congregaciones religiosas de nuevo cuño no ayudaba a mejorar la autoestima de quien caía en la tentación de mirar atrás una vez que se había puesto ya la mano sobre el arado, aunque solo fuese para quejarse lastimeramente de que cualquier tiempo pasado, efectivamente, había sido mejor.
Llegado el Día del Seminario, la publicación de las estadísticas de todos ellos, con su número de ingresos, altas, bajas y ordenaciones, era una especie de striptease donde se veían las vergüenzas de algunos frente a la exuberancia de otros, los menos, por cierto. Y así eran analizadas, inmisericordemente, por no pocos. Era la cuenta de resultados de lo más valioso de la diócesis. Y a la vista de todos.
Superados por la presión “resultadista”, hubo quien optó por expender “preferentes” vocacionales donde no se miraba la letra pequeña de quien se apuntaba a ellas. Por eso ahora, finalizado el curso, no extraña que alguna diócesis se haya quedado con la mitad de sus seminaristas y a la otra mitad la haya dejado en un avión con billete solo de ida a casa. El discernimiento vocacional había hecho aguas, pero aún estaban a tiempo de evitar un desaguisado mayor…
En el nº 2.855 de Vida Nueva.