Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Ser normal


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Creo que es algo cultural, por eso de ser vasca, lo de no ser muy dada a la adulación. No es algo de lo que esté demasiado orgullosa, pero servidora ni derrocha reconocimientos hacia los demás ni se siente demasiado cómoda cuando se los ofrecen a ella. Con todo, como en el mundo de los piropos no hay nada escrito, una no deja de sorprenderse. Lo digo porque últimamente me han repetido varias veces ese peculiar halago de que soy “muy normal”. Y, claro, es de imaginar que esto me hace pensar mucho, porque hay varias interpretaciones posibles. Si quisiera ser mal pensada, podría imaginar que, con ese estribillo me están recordando que soy tirando a vulgar o, como le gusta decir a mi madre, “del montón”.



Al fin y al cabo, uno de los usos habituales de “normal” es para referirse a aquello que es habitual, frecuente, que entra dentro de la media y que corre el riesgo de pasar bastante desapercibido. En este sentido, y como recordaba la película española ‘Requisitos para ser una persona normal’, la normalidad está un poco sobrevalorada. De hecho, quizá conviene estar un poco alerta a esta “normalidad”, porque hay algo de presión grupal, de expectativas sociales y de dictadura de la mayoría a la hora de delimitar y definir qué es normal y qué deja de serlo. Al fin y al cabo, la misma familia de Jesús no debía considerar que su comportamiento era “muy normal” cuando querían hacerse cargo de Él porque “estaba fuera de sí” (cf. Mc 3,21).

Formas que no son normales

Y, aunque estoy casi segura de que este no era, ni mucho menos, el matiz fundamental del halago, creo que también tiene mucho de positivo. Tengo la sensación de que en el ámbito eclesial hemos normalizado, a golpe de costumbre, actitudes y formas de relacionarnos que no son normales, sino que están marcadas por gestos impostados, que dejan el regusto de lo artificial y que nos alejan, con frecuencia intencionadamente, del común de los mortales.

Personas y sol

Foto: Unsplash

Se hace costumbre situarnos como si quienes intentamos seguir a Jesucristo en nuestro día a día no viviéramos las mismas luchas, dudas e inquietudes que el resto y residiéramos en una especie de espacio seguro en el que poseemos todas las respuestas a cualquier inquietud existencial y que nos permite situarnos un pasito por encima de los demás, convirtiendo en extraño y llamativo la que debería ser la manera habitual de situarnos en la vida, especialmente en la medida en que caminamos tras las huellas de Aquel que pasó como uno de tantos (cf. Flp 2,7). Desde esta perspectiva y por más que sea un piropo un poco desconcertante, tengo que confesar que me encanta que me digan que “soy normal” y, sinceramente, ojalá fuéramos más normales ¿no?