En clase es frecuente encontrarse con dudas sobre la bondad o maldad del egoísmo. No en estos términos, pero mi tarea es llevar ciertas cuestiones a terrenos desconocidos. Pero también en ambientes no académicos sale con frecuencia la misma cuestión. Y es que el “egoísmo” tan denostado por unos y tan alabado por otros, sigue sin quedar claro generación tras generación, por lo tanto no provoca ningún tiempo de aprendizaje significativo por incorporación a la cultura.
Conviene aclarar términos. Desde mi posición, más que cuestionable incluso por mí mismo, el “egoísmo” actualmente es una pura versión individualista y estructural de un movimiento de masas que en nada busca que la persona se pregunte por sí misma sino que cultiva decididamente la indiferencia ante la vida, propia y ajena.
Un “egoísmo” sano sería, como algunas veces se pretende decir, el cuidado de sí mismo en atención a la vida; pero a la vida misma, a sus interrogantes, a lo que supone, a lo que se mueve en ella. El problema, donde yo personalmente lo veo, está en el egoísmo cerrado e indiferente, que considera que la vida (qué tontería, a poco que se piense) está exclusivamente en las propias manos. Una vida así no provocaría ningún interrogante, sería estricta responsabilidad y culpa de la persona.
Pensar o sentir
Sin embargo, cuando escucho a algunas personas hablar de la vida de otros, especialmente la realidad siempre cuestionante de quienes sufren el mal y el dolor, se abre la pregunta sobre los demás, el entorno y las estructuras. Un egoísmo coherente consigo mismo, en el tono que habitualmente se escucha en las calles, nada tendría que ver con el mal ajeno; es más, diría coherentemente, en lenguaje coloquial algo así como: “Cada cual se busca su destino”.
Nada más lejos de la realidad, a poco que se piense o se sienta. Pensar pertenece al terreno restringidos de unos pocos, pero sentir al dominio común de los mortales. Se encoge el corazón ante una niña que habla en Naciones Unidas sobre el cambio climático, pero son pocos los que se han dedicado a profundizar en los artículos rigurosos sobre el tema.
Eso, el sentimiento precisamente, reivindicaría yo para la vida y como cauce para los primeros pasos de un sano egoísmo. Sentimiento como apertura a la realidad, como coraje para dejarse impactar por lo que hay, como diálogo íntimo, personal e insustituible con la realidad. Dejarse cuestionar minimizando los prejuicios, sintiendo sin más. Y a partir de ahí, comenzar una andadura sobre lo que nos sucede y hacia dónde nos lleva lo que sucede.
El egoísmo, el que cuestiono, es el adormecimiento en sí mismo. Y, por supuesto, dormir y soñar, encerrarse en sí tiene algo de placentero en términos actuales. Pero el egoísmo tiene, esencialmente, muy poco de vida. Quizá un reducto insignificante en cada generación mundial entre en auténtico diálogo con lo que esto intuye: que vivir no es padecer sin más lo ajeno con resignación, ni vuelta intolerante hacia la defensa de los propios criterios, sino acompañar máximamente una Vida que nos ha sido dada. Mi conclusión más personal: quien mira su propia vida, y no el ego-, no se encuentra solo. Mirarse a sí mismo, preocuparte por sí mismo libremente es un acto de trascendencia de primer orden.