Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Si don Hilarión levantara la cabeza…


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Aunque me quedan algo más de dos años para cruzar esa barrera psicológica que supone el medio siglo de vida, con cierta frecuencia me siento un poco dinosaurio en muchas cosas. Supongo que mucho tiene que ver con eso que decía don Hilarión en ‘La verbena de la Paloma’: “Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”. En cuanto te descuidas, te sorprende un avance tecnológico, una aplicación que no conocías o una nueva virguería de la Inteligencia Artificial que nos acerca a velocidad del rayo a lo que pensábamos que solo era imaginable en las películas de ciencia ficción. Quizá sea esta condición mía de nacida en el siglo pasado que me delata, pero no puedo evitar cierta suspicacia ante algunos aparentes chollos, como ese que, en algunos centros comerciales, concentra multitudes que ofrecen el iris de su ojo para ser escaneado a cambio de una cantidad de criptomonedas que rondan los setenta euros. 



Mt 26,15

Resulta más que sospechoso que una empresa privada tenga un repentino interés por acumular la información de iris de los ciudadanos del mundo, especialmente cuando es sabido el valor económico que tienen los datos biométricos y el negocio que implica. No me considero especialmente apocalíptica y mucho menos fatalista, pero, al escuchar la cantidad de personas que están firmando el consentimiento para esta actuación, no he podido evitar acordarme de las treinta monedas por las que Judas traicionó al Maestro (Mt 26,15). Seguro que la cantidad, en su momento, le vino fenomenal a Judas y quizá pensó que hacía un gran negocio, pero todos sabemos lo que esto supuso incluso para él. Además, treinta monedas de plata era el precio con el que se tasa la vida de una mujer en el libro del Levítico que, como el lector imaginará, era sustancialmente menor al valor de un varón (cf. Lv 27,2-4).

Un tablero electrónico en una bolsa de criptomonedas. EFE/ Yonhap

No hace falta vender la imagen de nuestro iris y mucho menos al mismo Jesucristo para caer en la cuenta de que, aquello que a primera vista nos puede parecer una bicoca ante la que es difícil resistirnos, no solo despierta la pregunta sobre el valor que otorgamos a ciertas realidades, sino que también puede traer consecuencias, para nosotros y para los demás, cuyo alcance no alcanzamos a intuir en el momento. Vaya a ser que, sin llegar a hacer nada así de llamativo, también estemos regalando realidades preciosas, como la confianza o el cariño, a quienes no van a saber tratarlas como se merecen. Y es que, en esto de saber cuidar lo esencial, no siempre nos adelantamos que sea una barbaridad.