Hace una infinidad de años tuve una maestra de violoncello que me decía que para tocar con pasión la música se tenía que meter dentro del cuerpo. Me llevó un tiempo comprender esta afirmación que viene a decir algo así como que durante la interpretación y ejecución de una obra musical se debe alcanzar un paroxismo armónico que impregne a las notas de ti y a ti de las notas. Una suerte de mística musical.
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Falta pasión
Me acordaba de aquella enseñanza durante esta semana, al hilo de una conversación con mi hijo sobre las melodías de cabecera de algunas de sus series de animación favoritas. En concreto, yo le decía que había una que no me gustaba mucho y, respondiendo a su “¿por qué?”, que se debía a que desde mi perspectiva le faltaba pasión.
Evidentemente, con cuatro años difícilmente comprenderá lo que implica que una composición musical se perciba desapasionada, pero confío en que con el tiempo llegue a interiorizar que el amor que cuida el detalle más allá de lo funcional o lo morfológicamente correcto, en este caso cada nota, termina por dejar una impronta que afecta al resultado final de un modo que solo se puede percibir si se está entrenado para ello.
Pero pasión “de la buena”
Hace tiempo que la humanidad atraviesa una Era de la Desilustración que empuja a crear grupúsculos de acción e interés cada vez más especializados y cerrados “que se aferran a una identidad que los separa del resto” (FT 102). En ese contexto, las emociones mal entendidas y gestionadas llevan a no razonar las situaciones, sino a reaccionar frente a ellas. Sí, ahí hay pasión, pero de la que no hace del mundo un lugar que incluya a todas las personas sin dejar a nadie al margen.
En una conferencia a la que acudí en 2010, Francesc Torralba recordaba una idea de Hans Urs von Balthasar acerca de entender la verdad cristiana como una sinfonía. En el prólogo de un libro de este último, titulado ‘La verdad es sinfónica’, se dice que “la sinfonía no supone en modo alguno una armonía almibarada y sin tensiones. La música más profunda y sublime es siempre dramática, es acumulación y resolución (a un nivel más elevado) de tensiones, de conflictos“.
Permíteme un inciso teórico para contextualizar lo que vendrá después.
No recuerdo si había mencionado anteriormente el hecho de que me fascina tocar la guitarra eléctrica (puedes escuchar algunas composiciones mías aquí). Cuando construimos una canción, todo se apoya en la progresión de los acordes y la manera en que unos se dan paso a los otros para conformar un resultado armónicamente deseable.
Todos los acordes llevan un nombre que nos habla de la estructura de las notas que lo componen. Así, toman nombres como Mayor séptima (Maj7), séptima dominante (7), menor séptima (m7) o menor séptima quinta bemol (m7b5), por nombrar algunos. Con pequeñas variaciones -un sostenido allí o un bemol acá-, llegamos a obtener una variabilidad que resulta abrumadoramente infinita.
Más o menos como ocurre en nuestra Iglesia.
Cuidado con las disonancias
Retomando la idea de que la verdad cristiana es sinfónica y que, en ella, los laicos debemos tener una melodía protagonista, conviene hacer hincapié en el hecho de que los acordes no se pueden mezclar aleatoriamente y pretender que del batiburrillo musical se obtenga una bella obra que pida ser escuchada una y otra vez. Si tenemos algo de suerte conseguiremos una pieza que, al menos, no produzca dolor de cabeza.
En nuestra realidad eclesial podríamos asumir que las personas somos como acordes. Algunas tan sencillas como uno mayor y otras tan complejas como uno de séptima dominante con #11 añadida. Entonces, ¿cómo es que en la gestión y planificación de nuestras estructuras internas nos seguimos empeñando en eliminar artificiosamente tales diferencias y tendemos a homogeneizar al Pueblo de Dios?
Mantenemos en puestos de responsabilidad a personas que las eluden y nos desentendemos de individuos que generan tensión en lugares donde esta no debe estar presente.
¿Un presbítero lleva como puede siete parroquias mientras otro trabaja detrás de un escritorio sin relacionarse con la feligresía realizando tareas que podrían desempeñar laicos y laicas?
¿Le reímos la gracia al ecónomo provincial o diocesano que está llevando a cabo una gestión nefasta de los bienes comunes? ¿Lo dejamos pasar como si nada?
¿Aceptamos como válido decir aquello de que “no somos de este mundo” como excusa para eludir el compromiso que nos involucra en la vida de los demás?
Todo eso son acordes mal colocados. Hemos acumulado siglos de armonías cacofónicas que han disminuido nuestra capacidad de reconocer la progresión que más se ajusta al Reino de Dios y su justicia. Porque eliminar “y su justicia” es falsear la sinfonía. Ignorar los abusos es falsear la sinfonía. Ningunear a los laicos y las laicas es falsear la sinfonía. Dar la espalda a la mujer como individuo capaz de desempeñar responsabilidades de alto nivel es también falsear la sinfonía. Burlarse de la inculturación de la fe desde una óptica romanocéntrica es falsear la sinfonía. Desentenderse de quienes abandonan la vida religiosa es falsear la sinfonía.
Menos falsear y más progresar
Para terminar, me gustaría recordarte que una progresión de acordes que siempre funciona es I, IV y V. Puedes buscarla en internet, la has escuchado -literalmente- miles de veces. Es cómoda, es pegadiza y no supone ningún riesgo. La tocas y siempre suena bien.
Pero después de varios siglos repitiendo una y otra vez la misma estructura, quizás ha llegado el momento de atreverse con nuevas alternativas. Arriesguémonos a incluir modulaciones, probemos acordes nuevos -por difíciles que resulten-, venzamos el miedo a la improvisación.
No perdamos los estribos si a mitad de interpretación nos equivocamos y tenemos que regresar al principio. La Iglesia es el ensayo de la Tierra y el Cielo nuevos, no ellos en sí mismos.
Apasionémonos con nuestra sinfonía. Lo único, bueno, organicémosla un poquito mejor.