¿Sigue siendo San Valentín la fiesta del amor?


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Como ocurre con otras muchas fiestas o celebraciones –en realidad, con todas o casi todas–, también San Valentín ha caído en manos del comercio o, mejor, del consumo. Todos somos testigos estos días del apabullante despliegue publicitario y de marketing de los omnipresentes color rojo y los corazones.



Según parece, Valentín se mueve entre las sombras de la historia y la leyenda. Podría haber sido un cristiano que, en el siglo III, casaba en secreto a los soldados, cosa que había prohibido el emperador. Por otra parte, la festividad de este mártir –14 de febrero– podría haber servido para contrarrestar el influjo de unas conocidas fiestas paganas, también asociadas a los carnavales, las llamadas Lupercales o ‘Lupercalia’, fiestas ligadas a la sexualidad y la fecundidad.

san valentin, la fiesta de los enamorados coincide con el miércoles de ceniza

Para el mundo judío, la sexualidad está fundamentalmente al servicio de la fecundidad. Por eso, el matrimonio tiene un gran valor. Es un verdadero “mandamiento” –una ‘mitsvá’–, que se basa en unas palabras que el libro del Génesis pone directamente en labios de Dios: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2,18). Incluso la tradición rabínica alienta a que, ante un cortejo matrimonial con poca participación y alegría, se abandone el estudio de la Torá para unirse a la fiesta: “Cuando los discípulos de los sabios estén sentados estudiando [la Torá], si pasa un cortejo fúnebre o un cortejo nupcial ante ellos, si hay gente suficiente en el cortejo, no interrumpirán su estudio; mas, de no ser así, interrumpirán su estudio” (‘Abbot de Rabí Natán’ B 8,4).

El cuarto evangelio narra el primer milagro de Jesús precisamente en un contexto de celebración matrimonial. Es verdad que el texto posee un sentido más profundo: este primer signo de la boda de Caná apunta a una presentación de Jesús como Mesías. Él es el verdadero novio esperado por su esposa Israel. Pero también es legítimo hacer una lectura más “superficial” –aunque de superficial no tiene nada–, precisamente la que incide en la participación de Jesús en la fiesta humana por antonomasia que celebra el amor y la vida.