La pasada tarde del 25 de enero –fiesta de la conversión de san Pablo– saltaba la triste noticia de que un marroquí había matado al sacristán de una iglesia de Algeciras y herido a otras personas, entre ellas, un cura. Al parecer, el autor de los hechos –Yasin Kanza– estaba vigilado por la policía desde hacía unos días y pendiente de expulsión. La Audiencia Nacional ya investiga los hechos como un ataque yihadista.
- PODCAST: Los teólogos ya no van a la hoguera
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Ante hechos como este, enseguida se dibujan dos frentes: los que lo consideran obra poco menos que de un perturbado (o de un “lobo solitario”) y aquellos otros que ven en el hecho un ejemplo más de una religión –o al menos de una determinada interpretación de esa religión– que, aunque autoproclamada “religión de paz”, lleva en su seno el germen del extremismo y el fanatismo. De hecho, el propio término ‘yihad’ es entendido de dos maneras: como el “esfuerzo del creyente en el camino de Dios” –algo prácticamente espiritual– o como la “guerra santa” contra los infieles, con el uso de la violencia incluido.
¿Hay guerra santa en la Biblia?
En la Biblia, y contra la opinión común, no hay “guerra santa”, al menos entendida como “guerra de religión” en el sentido moderno. Se trataría más bien de “guerras de subsistencia” de Israel (y su Dios) contra otros pueblos (y sus dioses). En el contexto de esas guerras, la Escritura habla de ‘jérem’, traducido al griego como “anatema”. El ‘jérem’ era la práctica según la cual, en esas campañas militares, en general, había que destruir todo beneficio que pudiera obtenerse: personas, ganados, riquezas. Se entendía que ese era el modo de “ofrecerlo” a Dios. Este es el sentido de este texto: “Cuidado no prevariquéis quedándoos con algo de lo consagrado al exterminio; porque acarrearíais la desgracia sobre todo el campamento de Israel, haciéndolo objeto de exterminio. Toda la plata y el oro y todos los objetos de bronce o de hierro están consagrados al Señor: ingresarán en su tesoro” (Jos 6,18-19).
Algunos autores piensan que, aunque suene bárbaro –y lo sea–, esa era una forma de limitar las guerras cuyo su fin primordial –con la excusa de la religión– era obtener beneficios: si no se podía disfrutar de los bienes obtenidos, más valía no hacer la guerra. ¿Cuántas guerras en el mundo nos habríamos ahorrado si no hubiera sido posible beneficiarse materialmente de ellas?