Redactor de Vida Nueva Digital y de la revista Vida Nueva

¿El silencio, es un bien escaso o está sobrevalorado?


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Una definición

Un profesor de música de secundaria, cada año, en la primera de sus clases explica cuáles son los criterios de calificación de la materia. Hay cosas que sus alumnos entienden a la primera: los exámenes, las tareas en clase, la participación, la participación en algunas actividades y proyectos… Aunque siempre hay una cosa que suscita la extrañeza de muchos. Y es cuando explica que el “silencio”, en su momento justo, es una parte importante de la música –y es que sin silencio, podríamos decir, el ritmo sería imposible– y, por lo tanto, saber hacer silencio cuando toca es una parte, también, de la nota.

Más allá del silencio señalado en las partituras o el casi imposible de un grupo de alumnos que parece no encontrar el momento en el que cerrar la boca, hay un silencio que se torna en un estado que todos necesitamos en algún momento. Es una de esas realidades tan abstractas, que hasta cuando queremos expresar su significado con palabras lo tenemos que hacer en referencia a lo que no es: “abstención de hablar” o “falta de ruido”, dice el diccionario. Qué auténtico juego del lenguaje que no haya propiamente palabras para decir lo que es el silencio y que solo las tengamos para decir lo que no es.

Más allá del término, tantas situaciones vitales nos hacen entrar en el propio contenido que transmite el silencio: la tranquilidad en una casa cuando faltan los niños que habitualmente corren por sus pasillos, o en aquel hogar que ha experimentado la pérdida de alguna de sus moradores, esas situaciones de guerra en las que el absoluto silencio tras el estruendo de los bombardeos…, o, en el ámbito religioso, la oración callada en una hora insospechada en adoración o el silencio del Viernes Santo… El silencio, en casos así, habla por sí mismo.

Un libro

Desde hace unos meses, hay un libro que triunfa en determinados ambientes eclesiales. Ha tenido cierto eco entre algunos seguidores de determinadas publicaciones de una determinada espiritualidad y un especial subrayado de la tradición litúrgica, incluso antes de que un papa emérito le hubiese escrito un epílogo, como ha hecho Benedicto XVI para la edición inglesa, con posterior presentación de monseñor Gänswein incluida.

El libro, con una evocadora portada, al menos en su edición española y ahora también en la inglesa, del Panteón de Roma –quizá la iglesia más ruidosa de la Ciudad Eterna–, es una larga conversación de casi 300 páginas del cardenal Robert Sarah con el periodista Nicolas Diat y lleva por título ‘La fuerza del silencio. Contra la dictadura del ruido’, y el pasado mes de abril ha llegado a su tercera edición en español.

En su texto, el Papa emérito define al cardenal guineano como un “maestro espiritual” y se muestra agradecido “al papa Francisco por haber nombrado a tal maestro espiritual al frente de la congregación que es responsable de las celebraciones de la liturgia en la Iglesia”, porque, reivindica Benedicto XVI, en este campo se requiere tener cierta especialización en el tema y, por ello, “con el cardenal Sarah, maestro de silencio y de oración interior, la liturgia está en buenas manos”.

El argumento central del libro, contrastado con algunas experiencias personales, como el intercambio de parecer con algún cartujo, es que “la verdadera revolución viene del silencio, que nos conduce hacia Dios y los demás, para colocarnos humildemente a su servicio”, escribe el prefecto. Frente a lo que define “dictadura del ruido”, llama a la “necesidad del silencio interior para escuchar la música de Dios, para que brote y se desarrolle la oración confiada con Él, para entablar relaciones cabales con nuestros allegados”.

Lo que pasa es que, más allá del valor del auténtico silencio, la liturgia y su reforma requieren palabras y esfuerzos que algunos, a los que el papa emérito también consideraría especialistas en la materia, no son nada optimistas, a partir de los pronunciamientos y gestos del cardenal hacia la muy ambigua “reforma de la reforma” que trata de recuperar algunas formas tridentinas para encontrar el Misterio. Unas forma que dejarían en el silencio de quien no entiende nada a la mayoría de los cristianos.

Un gesto

Glyzelle Palomar es filipina, fue una niña de la calle y, en enero de 2015, tenía 12 años. Entonces vivía en una casa de acogida regentada por una asociación solidaria local con otros niños que han sufrido problemas relacionados con las drogas, abusos y prostitución. Ella, con alguno de sus compañeros del centro social, fue seleccionada para contar su testimonio ante unas treinta mil jóvenes que se reunieron en la universidad de Santo Tomás de Manila durante la visita del papa Francisco.

“Hay muchos niños abandonados por sus propios padres, muchos víctimas de muchas cosas terribles como las drogas o las prostitución. ¿Por qué Dios permite estas cosas, aunque no es culpa de los niños? y ¿por qué tan poca gente nos viene a ayudar?”, digo con la voz verdaderamente quebrada por las lágrimas y la emoción.

Francisco dejó los papeles. Dejando el inglés empleado en los discursos escritos de aquella visita al país asiático, dijo en español: “Ella hoy ha hecho la única pregunta que no tiene respuesta y no le alcanzaron las palabras y tuvo que decirlas con lágrimas”. Un abrazo cerró el diálogo.

No tiene respuesta. No le alcanzaron las palabras. Este es el silencio necesario, el que es suficientemente elocuente.