El silencio, aunque es simple, no tiene nada de trivial. Es medio para la prudencia, el autoconocimiento y la contemplación que está al alcance de cualquiera. En su sencillez, supera las complejidades discursivas de este mundo y suele ser el primer paso para la paz.
Nuestro mundo está lleno de sonido y ruido. Las oficinas se cargan de bullicios presenciales y remotos, las calles están saturadas de los sonidos de vehículos. En las plantas industriales, las máquinas vibran y bufan sin parar. En nuestros espacios personales ponemos música mientras manejamos o encendemos la televisión, como ruidos de fondo al estudiar o asear la casa. A veces nos quedamos dormidos con los audífonos puestos o nos inquieta estar con otros sin pronunciar palabra. Ruido sin parar.
Una alarma de coche en el estacionamiento desvía nuestra concentración, aunque el vehículo no sea nuestro. Nos zumban los oídos al regresar de un concierto o una fiesta. Un ventilador que rechina podría sacarnos de quicio. Nos agota cuando a alguien no le para la boca. Necesitamos más silencio.
Te reto
Prácticamente todos podemos crear un espacio para estar en silencio por 24 horas. Aunque hay muchas modalidades para aprovechar exitosamente este espacio de solitud que contribuye a una identidad más sana, me permito sugerirte opciones para reflexionar sobre la impulsividad en el lenguaje, las narrativas personales o la apertura a la contemplación.
Dueño de mi lengua. El ser humano es amo de sus silencios y esclavo de sus palabras, reza el refrán. Y esto es porque en ocasiones cuando alguien nos confronta en la realidad, decimos cosas de las que después nos arrepentimos. Los insultos y sarcasmos salen sin filtro. Nos comprometemos a situaciones que después no podemos cumplir. Nos involucramos en los chismes.
Frente a ello, ejercitar el silencio por un rato nos permite ganar conciencia sobre qué tan impulsivamente salen las palabras, qué tanto pensamos antes de hablar y así evitar los comentarios desafortunados. Aprendemos que usar la palabra para humillar a otros nunca lleva a un buen desenlace. En los deportes, aprendemos a triunfar con dignidad y también a reconocer el mérito de otros. Renunciamos al chisme con palabras veraces, breves, necesarias, oportunas y dichas con genuino espíritu de amor, especialmente para todos aquellos que no están presentes.
En su estudio sobre el silencio, Casalá (2017) resume este esfuerzo como aprender a “no hablar sino cuando se quiere y no quererlo sino cuando se debe” y a eso le llamamos Prudencia. El objetivo no es el mutismo, ni habituarme a quedarme siempre callado, sino ser dueño de mi lengua.
Los efectos de mi discurso. Las palabras que repito consistentemente para mí mismo tienen un efecto poderoso de convencimiento. Puedo tanto automotivarme para la realización como auto afirmar mis dudas cuestionándolo todo, o reforzar mis creencias autolimitantes.
Aquí hay una paradoja. Aunque cada afirmación correcta refleja la realidad (y no al revés), las afirmaciones recurrentes sobre mi disposición interior sí me llevan a la paz, a la angustia o a la auto condenación, ya que estas afirmaciones reflejan mi auto disposición. Es decir, mi discurso personal interno puede ser liberador, pantanoso o esclavizante. Y por ello, darme tiempo para observar mis afirmaciones existenciales es también una práctica esencial de vida.
Para ello, puedo poner temporalmente en pausa mi narrativa personal y leer lo que afirmo sobre mí mismo en Facebook, tanto por lo que puse junto a mi foto de perfil, como por la narrativa de mi muro. O bien puedo imaginarme, qué diría mi lápida al término de mis días, cuántos irían a mi funeral y qué dirían. Con afecto positivo incondicional a mí mismo, reviso el discurso que me he repetido y que se traduce en esta historia en medios sociales o en un futuro imaginado al concluir la vida. Lo importante aquí no es el contenido mismo, sino poner atención a si eso me genera gozo, dudas o pesar. Mi objetivo, no es alabar, justificar o condenar, sino simplemente observar.
Llevar la mente a casa, contemplar. Hay veces que el parloteo interminable sucede en mi propia vida interior. Siempre estoy pensando en un nuevo proyecto, leyendo un nuevo libro o mirando incansablemente una nueva serie de Netflix. Me acuesto pensando en el tema y cuando despierto tengo la tonadita en mente. Tal vez sobresaturo mi espacio interno de ruido porque tengo miedo de las cosas que surgirían en el silencio, pero lo más probable es que sea un simple descuido inercial, pues la mente está diseñada para pensar y siempre quiere ocuparse en algo.
Así que el silencio es el espacio ideal para ir despejando todas esas cosas que deambulan, se entremezclan y se agitan en mi interioridad. Con papel y lápiz a la mano busco el silencio y la paz. Una nueva idea surge espontáneamente, la anoto y tranquilizo mi mente al saber que así no se me olvidará. Con amor, llevo nuevamente mi mente a casa. Surge un pendiente no resuelto y con ello una nueva preocupación. Nuevo registro, ahora inaugurando la lista de tareas por hacer y vuelvo a la paz. Me surge la duda sobre “el beneficio de este ridículo silencio” e igual la registro, con cariño, para futura reflexión. Sigo hasta que mi mente esté tranquila y mi corazón en paz. Y en este ejercicio es solo el preámbulo, pues me abre la puerta a una realidad no-mediada por la palabra.
A través de mi silencio, me encuentro con esta Realidad majestuosa, que es anterior al discurso y se transmite en cada aspecto de la creación. Callo ante cada atardecer, que es magnífico. Noto que los vegetales cuentan con una danza especial, descubro nuevos significados de la belleza en los animales y celebro cada encuentro con otro humano, que es un regalo inabarcable. En todo ello hay una Causa Común (cf. Jn 1,1). Y entonces, en silencio, quiero siempre contemplar.
Referencia: Casalá, L. (2017). Habitar el silencio. Madrid: PPC