Los terremotos que han asolado Turquía y Siria nos estremecieron a todos, a pesar de que pareciera que cada vez tenemos menos capacidad para conmovernos por nada. Todo va muy deprisa. Nosotros queremos ir deprisa. Pero intuyo que para sentir intensamente la vida es imposible ir tan rápido. La pasión, la intensidad, la sensibilidad piden tiempo. Cierta calma. Y no siempre estamos dispuestos a parar, por desgracia.
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Pero saber de nuevas réplicas vuelve a remover nuestra atención. La ONU estima que los fallecidos lleguen a rebasar los 50.000 muertos teniendo en cuenta tantos desaparecidos. Si a eso añadimos los heridos y las pérdidas que parten la vida y el futuro de tantas familias, la situación es dramática. Muchos de los edificios que no derribó el primer seísmo, han sido destruidos por el segundo. Suele pasar. No es buena idea volver a golpear lo que ya está débil porque es difícil que no caiga.
Y en medio de todo, las imágenes de rescates tras días de búsqueda. Especialmente los vídeos de niños rescatados de los escombros. Cuerpecillos cubiertos de polvo que son llevados en volandas por bomberos y voluntarios. Surgen de lo profundo de ruinas como catapultados, como si fuera fácil sobrevivir entre ellas, como si simplemente se levantaran amodorrados de una larga siesta.
Convierte nuestro luto en danza (Sal 30,11)
Creo que nos ayudaría buscar esos pequeños videos y verlos de vez en cuando. Mirad a esos niños y niñas, aparentemente tan ajenos al drama, a la muerte que les ronda. Tan frágiles. Me recuerdan a la esperanza, “esa niñita de nada, esa llama temblorosa”, que decía Charles Péguy. Porque ella no nos ilumina cuando todo va bien, sino cuando parece que todo va mal. Así de delicada es la esperanza en nuestros brazos.
Mirad también a los adultos que celebran asombrados la presencia de estos niños o niñas rescatados. Posiblemente todos han perdido algo o a alguien. Sin duda, la mayoría de los que están allí no conocen al pequeño, a la pequeña. Pero danzan, ríen, bailan, corean… ¡como si se hubiera ganado la guerra o se hubiera derrotado al peor de los enemigos!, ¡como si ningún edificio se hubiera venido abajo, como si no supieran que puede volver a pasar!
Descubrir la vida latiendo y celebrarlo así grita a los cuatro vientos que cada vida -por pequeña que sea- tiene un valor infinito. Es una victoria total. Ver la vida y rescatarla, apostar por ella, convierte nuestro luto en danza (Sal 30,11). Acrecienta nuestra confianza en el ser humano y seguramente nuestra fe en Dios. Y cuando eso pasa, sin duda, el mundo se nos hace más amable. De la destrucción también es posible rescatar vida.
Francisco nos invita en esta Cuaresma a renovar la fe, la esperanza y el amor. Y a mí me vienen una y otra vez las mismas imágenes. Dentro y fuera de nosotros hay una dosis de ruina y escombros considerable. Al menos en mí. Y heridos y muertos y desaparecidos (quizá estos son los más dolorosos porque nos mata ese “no-saber”). Pero, aunque yo no lo vea ahora, aunque no podamos verlo, los restos de algo que me dio vida y me hizo feliz, si fue verdadero, siguen guardando vida. Y en algún momento, no sé cuándo, va a surgir. Esa es mi Cuaresma. No desistir. Seguir buscando. Despejando piedras y cascotes. Haciendo silencio para poder escuchar quizá un quejido, un leve movimiento, cualquier señal de vida. Y aunque soy bien consciente que la tierra puede temblar de nuevo en cualquier momento, como lo sabe la gente de Turquía, me repito bajito: “los que te reconstruyen van más deprisa que los que te destruyeron; ya se han ido los que te arrasaron” (Is 49,17). Todos los días. ¿Acaso no es eso convertirse?
Creer en la vida. Esperar la vida. Amar la vida. Especialmente cuando se busca y no se ve por ningún lado más que restos de algo que fue. Ya está surgiendo. Y desde ahí recomenzar. Ojalá esa sea mi Cuaresma.