¿Solo en hornacinas?


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Se intuía dificultad de apoyar en estos tiempos una manifestación –aunque no tuviese más aditivos ni colorantes– en favor de la igualdad de la mujer que fuese realizada por un cardenal. Incluso por el Papa. La réplica está asegurada: mire su casa antes de reivindicar nada fuera. Sin embargo, la fuerza moral que avala que se sume a esta reivindicación es, precisamente, que en su casa hoy se hacen cosas para buscar el “equilibrio más conveniente a la dignidad humana y cristiana de la mujer”, como pidió Juan XXIII, reivindicando su papel, “tanto como el hombre” en el progreso social.

Pasos muy lentos, ciertamente, pero el partido que haya presentado a las elecciones generales a una mujer, que levante el cartel electoral. Incluso hay apóstoles laicistas de una igualdad tirando a uniformidad que discriminan en sus partidos a las mujeres, manteniendo brechas subconscientes –o no tanto– en las nóminas. Sin espigar mucho, uno se topa con los mismos males en el mundo de la cultura, el deporte, la ciencia, la empresa, el hogar…

La Iglesia quiere mimar su lado femenino, estigmatizado por una misoginia secular. Sabe a poco, pero ahí está la comisión sobre las diaconisas o esa bomba-lapa sobre la explotación de las monjas, utilizadas como criadas en curias y organismos eclesiales, denunciado en nuestro ‘Donne Chiesa Mondo’ de este mes.

Pero no son los comentarios burlones que este apoyo a la huelga feminista ha generado fuera del ámbito eclesial lo más importante. Lo preocupante es la crítica feroz dentro de la Iglesia, en los mismos sectores que se oponen a las reformas de Francisco y que recuerdan a los que se indignaron con ellas cuando sobresalieron, como con Teresa de Jesús y tantas otras mujeres, a las que solo toleran cuando están en una hornacina, al lado de un florero.

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