Me hablan estos días de la soledad en que están muriendo muchos enfermos del coronavirus donde la presencia de acompañantes es imposible. A eso se une, la imposibilidad material, legislativa y sanitaria para llevar los auxilios espirituales a los moribundos y enterrar a nuestros muertos con el decoro y sentido religioso que requiere la dignidad de la persona. Al aislamiento físico, se une el del espíritu, cumpliéndose aquella máxima: “no hay mayor soledad que aquellos que mueren solos”.
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Sin embargo, también me llegan noticias de las “manos amigas” de médicos, enfermeros y sanitario que, disimulando su propia tristeza, sacan sus mejores sonrisas, para que por medio de su cercanía al enfermo se despida de este mundo con lo mejor de nuestra humanidad: “Hacer feliz el último suspiro de la vida”. Nuestros profesionales de la salud muchas veces están haciendo de padre, madre, hijo, amigo… ante los ojos que se apagan de los enfermos de COVID-19.
Decir con el corazón
También me consta, como a donde no puede llegar un ministro ordenado, un sacerdote, muchos médicos y enfermeros cristianos ejercen su sacerdocio bautismal. ¿Cómo lo hacen? De muchas maneras, a veces con un relato de humor que producen pequeños momentos de regocijo, otras recodándoles al Señor Jesús, a la Virgen o los Santos conocidos y no faltará una invitación al enfermo a que confíe en la misericordia divina, haciendo el Acto de contrición y rezando la Comunión espiritual. Todo un ministerio de amor y reconciliación que llena de contenido religiosos los últimos momentos de la vida del enfermo. Estamos convencidos que aquello que se hace y se dice con el corazón, toca a Dios y reconforta el alma del agonizante.
Ahora bien, no deberíamos olvidar un factor decisivo que es el misterio la gracia divina que actúa en el alma de cada criatura que viene a este mundo. Benedicto XVI decía: “El hombre que cree en Dios no está solo, ni siquiera en la hora de muerte” (Homilía 13.9.2016). Cuando la “película de la vida” pasa por la mente del moribundo, por muy grande que hayan sido sus desaciertos, mayor es el empeño del Señor para que ese hijo suyo pueda entrar en “el paraíso”, solo “basta una palabra y su alma quedará sana” (cf. Lc 23,4; Mt 8,8).
Porque como dijo el Papa Francisco en su Homilía del pasado domingo Quinto de Cuaresma: “Jesús no puede mirar a la gente y no sentir compasión. Sus ojos miran con el corazón… es capaz de llorar… Pienso en tanta gente que llora: gente aislada, gente en cuarentena, los ancianos solos, personas hospitalizadas y personas en terapia, padres que ven que, como no reciben la paga, no podrán dar de comer a sus hijos. Mucha gente llora. Nosotros también, desde nuestro corazón, los acompañamos. Y no nos hará mal llorar un poco con el llanto del Señor por todo su pueblo” .