El aire es un bien común cuya calidad se deteriora en nuestras ciudades. En México hemos vivido esta semana una de las más prolongadas contingencias ambientales. En la capital se cerraron escuelas, se prohibieron actividades al aire libre, se restringió la circulación de vehículos, se recomendó trabajar desde casa. Parecía que todas las medidas tomadas eran insuficientes, ya que muchos empezaron a sentir los efectos de la situación en su rutina diaria. Es bien sabido que esta tendencia provoca problemas cardiovasculares y representa un riesgo para personas con alguna patología respiratoria como el asma.
Una contingencia ambiental, ejemplo de la desigualdad entre las personas
El fenómeno no es nada nuevo, más del 80% de las ciudades del mundo tienen niveles de contaminación que superan los límites establecidos en las directrices de la Organización Mundial de la Salud sobre la inocuidad del aire. Esta misma organización, estima que cerca de siete millones de personas mueren cada año por la exposición a las partículas finas contenidas en el aire contaminado, las cuales penetran profundamente en los pulmones y el sistema cardiovascular y provocan enfermedades como accidentes cerebrovasculares, cardiopatías, cáncer de pulmón, neumopatía obstructiva crónica e infecciones respiratorias, por ejemplo neumonía. Pero la contaminación no se perpetúa en el aire, se expande al agua, a la tierra y llega a los alimentos.
En las ciudades las principales fuentes de contaminación urbana están relacionadas con el consumo de combustibles fósiles; los procesos industriales y el uso de disolventes; el tratamiento de residuos; y la agricultura. El papa Francisco, identifica en ‘Laudato si‘ que “estos problemas están íntimamente ligados a la cultura del descarte, que afecta tanto a los seres humanos excluidos como a las cosas que rápidamente se convierten en basura. Nos cuesta reconocer que el funcionamiento de los ecosistemas naturales es ejemplar: las plantas sintetizan nutrientes que alimentan a los herbívoros; estos a su vez alimentan a los seres carnívoros, que proporcionan importantes cantidades de residuos orgánicos, los cuales dan lugar a una nueva generación de vegetales”.
Hay una falta de conciencia generalizada sobre las implicaciones que tienen nuestros hábitos, los modelos de producción y consumo en el impacto que causan en los ecosistemas. Por otra parte, resulta claro que hay brechas y desigualdades que se hacen evidentes en crisis como estas, mientras que la responsabilidad colectiva e institucional se disipa en contra de sectores específicos de la población. Por ejemplo, muchos pudieron escaparse de la ciudad a respirar un aire menos contaminado, quienes lo hicieron fue gracias a los recursos disponibles. Así el tema de una contingencia, ejemplifica las consecuencias dispares entre las personas.
Los pobres pagan el precio más alto
Otto Scharmer y Katrin Kaufer (2013) hablan de las externalidades positivas y negativas en estos temas de medioambiente. Desde el punto de vista económico, una externalidad sirve para describir los efectos secundarios no intencionados que pueden ser negativos o positivos. Apuntan que “en la sociedad actual, las externalidades positivas tienden a fluir hacia arriba, mientras que las externalidades negativas suelen fluir hacia la parte inferior de la pirámide socioeconómica. Lo vemos tanto en las organizaciones como en las sociedades. Cuando estallan los problemas ecológicos y los desastres medioambientales, los pobres pagan el precio más alto (por ejemplo, después del Huracán Katrina en Estados Unidos y después de los tsunamis de 2004 y 2011 en Indonesia y en Japón).
Cuando los precios de los alimentos empiecen a dispararse como resultado de los problemas medioambientales, las que serán más afectados serán los 2.500 millones de personas que viven bajo el umbral de pobreza”. Las cifras de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OECD) indican que la contaminación del aire se convertirá en la principal causa ambiental de mortalidad prematura en el mundo. Se calcula que hacia 2050 el número de muertes prematuras derivadas de la exposición a partículas suspendidas aumentará más del doble y alcanzará los 3,6 millones al año en el planeta. Además, es probable que se produzca un cambio climático más perjudicial, ya que se prevé que las emisiones globales de gases de efecto invernadero se eleven en un 50%, principalmente debido al incremento en un 70% de las emisiones de dióxido de carbono.
La problemática de un bien común como el aire y el potencial de destrucción que puede generar radica en lo que los mismos autores llamarían como ‘egosistema’, nuestras desconexiones interrelacionales son tales que hemos perdido toda la capacidad de empatía y autoconciencia. El viaje probable de un egosistema a un ecosistema, empieza por tener una mejor relación con los otros y con nuestro entorno. La foto que acompaña este Blog me hace imaginar ese viaje probable. Se observa sobre el smog que ya se ha vuelto común de Seul-Corea a dos escaladores tratando de alcanzar una cúspide en una enorme roca en las afueras de la urbe. A veces resulta necesario, ver las cosas desde otro ángulo pues corremos el riesgo de no ubicarnos dentro del mismo ecosistema.
Hay una realidad: somos generadores de contaminación y somos también quien puede detenerla con cambios muy concretos en nuestro actuar individual y colectivo. Recuerdo en mi infancia haber aprendido una oración dedicada a la Patria –sea lo que esta significara en un contexto determinado– he recordado algunos párrafos en estos días como un ejercicio de autoconciencia de mi pertenencia y compromiso con una casa común, bien se puede llamar Patria, Tierra, Ciudad, Megalópolis:
“Dios te salve patria sagrada, eres el aire que respiramos, la tierra que nos sustenta, la familia que amamos, la libertad que nos defiende, la religión que nos consuela. Tú tienes nuestros hogares queridos, fértiles campiñas, ríos majestuosos, soberbios volcanes, apacibles lagos, cielos de púrpura y oro”.