Es una experiencia incontestable que toda persona siente, entiende y comprende la fractura que hay entre el ser y el aparecer. No alcanzamos a expresar todo lo que somos, sentimos un inmenso gozo al liberar algo que está atado en nuestro interior, y buscamos alguien capaz de acoger ese algo que está más allá de las máscaras.
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La misma palabra “persona” proviene originalmente de esta honda vivencia. Las máscaras del teatro que, a la vez, dotaban de una imagen a nuestra difusa identidad y nos definen, y sirven de altavoz para nuestra palabra. Es por eso por lo que, en el quiebro de nuestra esencia y existencia, que positivamente llamamos libertad, se agolpen un sinfín de preguntas, interrogantes y dudas. Tanto sobre nosotros mismos como sobre otros. Y es por esto también por lo que la verdad se expresa en griego en términos de liberación, en hebreo aparece asociada a la confianza y fiabilidad, o en el latín se quiera con ella alcanzar certezas.
Vuelvo a la pregunta, de forma provocadora. ¿Somos visibles o invisibles? ¿Las personas son visibles o invisibles? El ser humano de carne y hueso, el ser humano concreto y singular, el otro que como prójimo tengo ante mí ¿es alcanzable con la mirada, como un objeto más de este mundo, o más bien lo que noto de él es una presencia que me lleva a prestar atención o desentenderme, a emprender un camino de conocimiento y relación o de alejamiento y distancia?
Somos invisibles
Siendo provocador, diría que las personas somos invisibles. Una larga tradición de sabiduría y religión, también ciertas ciencias antropológicas y sociales, se apoyan en este principio fundamental del que no se puede salir fácilmente y queda habitualmente poco esclarecido. Si no somos “esto que está aquí como accesible a todo el mundo inmediatamente”, entonces hay una tarea que hacer y, como mínimo, deberíamos suspender el juicio precipitado del otro. Y en cada paso que se da, a lo mejor empezamos a notar casi desde el inicio, que la presencia del otro es un misterio inconmensurable, alguien y no algo que está a la mano, alguien y no un manipulable. De ahí que deba respetar su libertad tanto como me hago cargo de la propia.
Un paso más nos sitúa en la tesitura de alguien que sienta necesidad de salir de sí mismo. Los seres humanos valoramos la amistad, la relación de pareja y el amor, entre otras cosas, porque sabemos que son vínculos y alianzas de confianza que facilitan más que otros nuestra expresión. La condena de la soledad y la culpa, al encontrar alguien que nos escucha, acoge y, en cierto modo, comprende nos alivia enormemente. De repente nos copertenecemos, nos aliamos, nos soportamos. Este amor nos hace sensibles y dota de un lenguaje común lleno de palabras y símbolos. Es a través de la palabra (etimológicamente, día-logos) como en comunión emprendemos esta apertura y desvelamiento, esta revelación de nosotros mismos.
E igualmente entre símbolos. Somos simbólicos porque tenemos la cualidad de dar sentido y cargar de sentido momentos y lugares, cosas y relaciones, rutinas y tiempos extraordinarios. La simbólica no es una mera contemplación, que también. En la otra vertiente, en la que no somos receptores pasivos y damos el paso en la acción, empezamos a cargar la realidad con densidad, con hondura, con vitalidad. ¿No tratan de esto algunos besos, no todos? ¿No es lo que pretenden la educación, el cuidado hospitalario, la atención prudente, la acogida, la cooperación, aunque no siempre lo realicen?
Estamos en estas. La tarea de evangelización, de comunicar la Buena Noticia y la construcción del Reino, a mi modo de ver, deben partir hoy como nunca de estos lugares no comunes, pero sí constitutivos del ser humano. Despertar en todos la inteligencia de sí mismos, las búsquedas y deseos cotidianos, la sed de más, la imposibilidad de acomodarse en el mundo tal y como está, la perspectiva de un horizonte existencial y relacionar de amplio espectro. Entonces, la palabra “religión” cobra otro significado, más racional y más humana, no meramente racional y meramente humana. No será, como mínimo, tan incómodo hablar abiertamente de lo invisible, ni de aquello que está dado como fundamento de todo lo demás, ni del deber de realizar algo que no existe, ni del amor que no se siente a cada paso y, sin embargo, no se aleja ni un instante de nuestro lado y habita en el interior de cada persona.