¿Son importantes los nombres?


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No solo importantes: los nombres son decisivos para poder ser. Que se lo digan, si no, a los mexicanos cuando escuchan a Donald Trump decir “Golfo de América” en vez de “Golfo de México”. O mucho más dramáticamente: que se lo digan a los deportados a los campos de la muerte nazis cuando al entrar en el ‘Lager’ perdían su nombre personal y a cambio recibían un tatuaje en el brazo con un número: acababan de ser “despersonalizados”, lo cual suponía el principio del fin.



En el terreno bíblico tenemos un ejemplo claro con el caso del nombre de la tierra que vio nacer el Libro. Ya en época romana, tras la segunda guerra judía (132-135 d. C.), los romanos, queriendo “desterrar” la presencia judía de esa tierra que se llamó, según las épocas, Judá, Yehud o Judea, la denominaron “Palestina”, apelando para ello a unos antiguos habitantes de una parte de esa tierra, los ‘pelistim’ o filisteos.

Yad Vashem, el Museo del Holocausto en Jerusalén

Supongo que todos conocerán la institución llamada Yad Vashem, creada como monumento en memoria de la Shoá (el Holocausto) y erigido en el llamado Bosque de Jerusalén, en la ladera occidental del monte Herzl. El nombre del lugar viene de un pasaje del profeta Isaías. Hablando a los eunucos, que se quejan de que no pueden acceder al santuario de Jerusalén, les dice el Señor: “Yo he de darles en mi casa y en mis muros monumento [‘yad’] y nombre [‘vashem’] mejor que hijos e hijas; nombre [‘shem’] eterno les daré que no será borrado” (Is 56,5). En efecto, el nombre es lo que hace que las víctimas de la Shoá puedan sean recordadas “personalmente”: nunca más serán ya un mero número. De hecho, en Yad Vashem hay una sala específicamente llamada “Sala de los Nombres”.

El pobre Lázaro

En esta misma clave de la importancia del nombre habría que leer la historia que cuenta Jesús a propósito de un pobre llamado Lázaro que mendigaba a las puertas de la casa de un rico (Lc 16,19-31). En primer lugar, es la única parábola en la que un personaje tiene nombre propio: el pobre Lázaro. Asimismo, el rico no tiene nombre: “epulón” no es más que un adjetivo que resume lo que el texto dice de él: “Había cierto hombre rico que se vestía de púrpura y lino fino, y que celebraba cada día fiestas con esplendidez” (v. 19). El hecho del nombre señala quién es el “bueno” de la historia.

Claro que los nombres son importantes: es lo que nos constituye como personas y, por tanto, dignas de ser respetadas y recordadas.