Quien se dedica a la acción social sabe que la miseria se perpetúa en ciclos viciosos multi generacionales. La pobreza limita las posibilidades educativas. Una educación deficiente no permite acceso a empleos bien pagados, lo que provoca vulnerabilidad económica, que a su vez se traduce en insuficiencia y violencia. Los más pobres educan a sus hijos en estas condiciones. El hambre, la malnutrición crónica y los golpes que restringen aún más capacidades de aprendizaje en los niños. Esto les lleva a considerar que todas estas situaciones son normales, por lo que tenderán a replicarlas en su adultez, renovando así un nuevo ciclo de miseria.
Victor Hugo captó magistralmente esta dinámica en su obra de Los Miserables, donde la degradación cala más allá del tuétano, hasta asumirse como parte esencial en la naturaleza humana. Incluso la justicia pareciera ser una caricatura, sujeta a una máquina social que implacablemente produce y reproduce nuestras desgracias. Hoy en día y de cara a muros anti-migrantes, ciudades bombardeadas, créditos esclavistas y genocidios de traspatio, nos preguntamos qué podemos hacer.
Corazón en acción
Recién revisamos que la Misericordia es la forma particular que adquiere el amor de Dios al alcanzarnos en la profundidad de nuestra fragilidad o sufrimiento. Esta experiencia es redentora. Aligera la carga y nos llena de alegría. Impulsa también a hacer algo por alguien más, por mínimo que sea. En respuesta espontánea a ese amor infinito que nos inspira, nuestras obras asisten a quien está caído y no es capaz de ayudarse a sí mismo. Tener corazón para los míseros, es participar de la misericordia (Kasper, 2015).
Pero también sabemos que a veces la postración misma es la causa del malestar. El otro podría estar convencido que yacer es lo correcto. Incluso podría exigirnos que le tengamos lástima, para así allegarse alguna ganancia secundaria como recibir una limosna, eludir una obligación que le corresponda o mantenerse en un estado de dependencia conveniente. Pero no nos conformamos con migajas, limosnas, ni desdén. La misericordia no se limita a la empatía pasajera, ni a regalar las monedas que nos sobren y mucho menos asevera que los pobres sean pobres porque quieren. Esta compasión bombea vida, hasta superar el entumecimiento existencial y ver al otro ponerse nuevamente en pie.
La experiencia personal y la investigación social nos muestran que son preferibles las interacciones en serio que los remiendos pasajeros. En lenguaje técnico solemos decir que es preciso salir del asistencialismo y entrar al desarrollo sostenible. La misericordia es el motor de la justicia social, que hasta ahora es la única herramienta con que contamos para desmantelar círculos de miseria. También vemos profundidad de interacción en las narraciones del buen samaritano, la samaritana en el pozo, Zaqueo, el centurión y muchas otras más. Jesús nos enseña que la misericordia trasciende a la prédica y al sentimiento, es acción integral. No es de ‘lejecitos’ ni por ‘encimita’ y mucho menos se limita a actuar ‘dentro de lo que marca la ley’, pues hay también leyes que son injustas y miserables. La misericordia asume el riesgo que conlleva involucrase en el sufrimiento del otro, ya sea esto carencia física, ansiedad física u opresión espiritual.
Cuerpo, mente y espíritu
El otro prójimo puede ver afectado su organismo. Sabemos ya que hay que socorrer a quienes no pueden satisfacer su hambre ni su sed, a quienes están expuestos a la intemperie, carecen de hogar o recién han muerto. Pero además hay misericordia en cuidar un bebé ajeno, asistir a quienes tienen movilidad limitada, colaborar con quien está agotado por su trabajo, ayudar a sanar a un enfermo y defender de la violencia a quien no puede hacerlo por sí mismo. Y así logramos dignidad para nuestras vidas, en todo espacio y momento.
Por su parte, nuestras mentes se ven limitadas por el desconocimiento, confundidas por las dudas o acosadas por la culpa y por ello la acción misericordiosa educa, da consejo y consuela. Y además incluye espacios para superar la soledad de los medios sociales, apaciguar la ansiedad de un examen, acompañar el duelo por la muerte de un familiar, controlar la rabia en un malentendido o detener el ‘bullying’. Hasta alcanzar la verdad y la tranquilidad.
En nuestra celda espiritual nos esclavizan la autocondena, el rencor y la soberbia. Por ello hay misericordia en sobrellevar nuestras limitaciones con paciencia, perdonar y orar por todos, así como ocasionalmente practicar la observación fraterna. Además, podemos acompañar a otros en su jornada, expiar el dolor colectivo y afrontar el combate cuando es necesario. Entonces experimentamos cómo el Fuego se aviva y la Paz sucede.
La misericordia es tan central que es principio general para interpretar toda nuestra fe. Por eso te invito a usar tus talentos, acompañar a alguien que no pueda ayudarse a sí mismo y seguir hasta recuperar dignidad, sentido y esperanza. Comienza haciendo lo que te sea posible, después podrás hacer lo necesario y de pronto te verás haciendo lo imposible, como dijera Francisco de Asís. Actúa y verás frutos en vida, verdad y paz con rasgos de eternidad.
Referencia: Kasper, W. (2015). El desafío de la misericordia. Sal Terrae: Maliñao, España.