Todos los hombres tienen derecho a la tierra de los hombres. Y no hay derecho más sagrado que el de los niños a ser protegidos, acogidos y tratados con dignidad. El reciente auto del Tribunal Supremo que obliga al Gobierno de España a garantizar la protección de los menores inmigrantes no acompañados me resuena profunda e interpeladoramente. Sin excusas ni dilaciones. Más allá de disputas políticas y repartos administrativos, estos niños son antes que nada personas en situación de extrema vulnerabilidad, con un derecho inalienable a la seguridad y al amparo. Porque muchas veces son como cometas flotando a merced del viento, o barquitos de papel en manos de gigantes olas marinas, movidas por hilos desconocidos que los atan a un destino incierto.
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Al comentar esta noticia, alguien me dijo casi como una oración: “Solo pido para ellos, pan y libro, manos extendidas, escuelas y amigos”.
No se trata solo de cumplir una norma legal, sino de responder al mandato moral de la protección del prójimo, especialmente cuando ese prójimo es un niño que huye del hambre, la guerra o la desesperanza. Y más cuando vienen de algo que resulta inadmisible: menores que sufren hacinamiento y carencias en centros desbordados mientras los engranajes burocráticos deciden su destino. La sentencia del Supremo es un paso en la dirección correcta, pero debe ir acompañada de una voluntad real de acogida efectiva que crezca con ellos. Que este camino sea el de la justicia, la misericordia y la defensa de los más débiles.
No son cifras
Los menores inmigrantes no acompañados no son cifras, ni expedientes administrativos, sino niños que merecen protección, cuidados y amor. Es el “superior interés del menor”, una expresión que recuerda al principio fundamental de la doctrina cristiana sobre la dignidad inalienable de la infancia.
Frente a la tensión política que ha acompañado la gestión de estos menores, el auto del Supremo resuena como una llamada a la fraternidad real, aquella que no se pierde en disputas de competencias, sino que se centra en la persona humana. Al igual que el tribunal, el mensaje cristiano insiste en que la prioridad no es la burocracia (propia y ajena), sino la vida y dignidad de estos niños y jóvenes que han atravesado mares y desiertos en busca de un futuro mejor.
Niños que huyen con miedo en los ojos, llevados de un lugar a otro, sin saber a dónde van, sin saber si los vientos serán suaves o crueles.
Y es que todos los niños tienen derecho a un suelo que sea cuna en el nacimiento y que, creciendo, nadie les niegue el abrazo, ni un techo para proteger y no cerrar sus sueños. Y por supuesto a un pan que no les pese en las manos.
Porque nadie es extraño cuando es un niño, porque el hambre no tiene pasaporte, ni el miedo tiene fronteras que lo detengan. Y por supuesto ni la infancia tiene culpa que la destierren.
Humanidad
El Estado no puede mirar hacia otro lado, ni hoy ni mañana. Hay una ley siempre más alta que le obliga a ampararlos. “No se trata solo de migrantes, se trata de nuestra humanidad”, señalaba un mensaje eclesial impulsado por el Papa Francisco.
No es un favor, no es una opción. Es justicia, es deber, es un pacto sagrado. Uno de mis familiares adolescente me decía que rezaba por ellos.
Por eso, rezo con él, pido, que no duerman a la intemperie ni en los inciertos caminos de ese viento que pronto se llamará olvido. Podemos darles alas. Y al verlos atravesar nuestras costas también pido que el mar no les robe su risa, su juego. Que no sean un número en un informe… sino niños, solo niños.
Con derecho al cielo.