Hay palabras y expresiones que traen consigo ecos y resonancias muy difíciles de explicar. Eso es lo que me sucede a mí y a mis amigas de la infancia con el nombre de un lugar: Tarazona. Las circunstancias han hecho que el pasado viernes pudiera conocer esta ciudad aragonesa que, a pesar de estar cerca de Zaragoza, no había tenido el gusto de visitar, pero cuyo nombre acompañó muchos momentos de mi adolescencia. Quienes compartieron conmigo pupitre en los años de Bachillerato recuerdan como yo aquellos momentos traumáticos en los que nuestra profesora de inglés, dejando a un lado la archiconocida gramática y en un acto de desconcertante innovación pedagógica en esa época, nos pedía que habláramos en inglés sobre el tema que quisiéramos. Era entonces cuando nuestra compañera Ana Belén se explayaba en describirnos de las glorias del lugar en el que ella veraneaba: Tarazona, “that is near the Moncayo”.
El funcionamiento de la memoria resulta, cuanto menos, desconcertante. De todos esos amplios discursos sobre las bondades de Tarazona, una servidora apenas recuerda su cercanía con el Moncayo y la existencia de un puente que, por el apelativo popular con el que se le llama, me imaginaba que algo en él justificaría la malsonante expresión de asombro con la que es conocido. Es de imaginar mi sorpresa cuando, al recorrer por fin la ciudad cuyo nombre había acompañado las horas de inglés de mi adolescencia, no encontré nada en él que pudiera merecerse semejante denominación. No era ni muy grande ni especialmente bonito. Resultó un poco decepcionante, pues, a simple vista, nada parecía capaz de despertar la admiración que expresa su grosero sobrenombre.
La realidad es diferente
Puede resultar una tontería, pero la anécdota me ha hecho pensar bastante. Por una parte, se confirma una vez más que las imágenes mentales que nos hacemos sobre la realidad difícilmente coinciden con esta. Esto, que no tiene grandes repercusiones si se trata de un puente, puede resultar bastante más complejo si se trata de personas, de lo religioso o del mismo Dios. No es de extrañar que el mismo Bautista tuviera que verificar a través de sus discípulos si ese Jesús, que comía con cualquiera y no tenía aspecto ni comportamiento de asceta, era el que iba a venir o tenía que esperar a otro que, posiblemente, se ajustara más a sus expectativas (cf. Lc 3,19).
Por otra parte, me recuerda que tampoco a mí me resulta fácil zafarme de esa atracción que nos produce lo llamativo y vistoso, así como lo complicado que me sigue resultando reconocer todo aquello asombroso que se esconde en lo cotidiano y discreto. Está claro que aún sigo lejos de Quien descubría con admiración el potencial transformador de un poco de levadura perdida en la masa (Mt 13,33), la grandeza encerrada en un grano de mostaza (Mc 4,30-32)… y lo extraordinario del puente de Tarazona.