Raúl Molina
Profesor, padre de familia y miembro de CEMI

Tarde de Champions o la Liturgia profana


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Sábado 28 de mayo. Fieles de todos los rincones de España se preparan para esa suerte de catarsis colectiva que es una final de Champions League. El acontecimiento que se anhela no es la victoria o la derrota de uno u otro equipo, sino la sublimación de un momento. Todo cobra un halo de transcendencia que nos sitúa frente a algo que está más allá de nosotros mismos. Una final de Champions parece solo apta para espíritus religiosos.

El historiador Tácito nos cuenta como, a mediados del siglo I, el emperador Vespasiano ordenó la reconstrucción del templo del Capitolio, destruido durante las guerras civiles de los años 68 y 69. La inauguración convocó a todo el pueblo de Roma. Lo importante no eran los dioses. Estos fueron simples escusas para alimentar el sentido de pertenencia, la aceptación del orden social establecido, la necesidad de la fiesta, del mito y de la narración colectiva.

Lo mismo ocurrió el sábado pasado. Lo importante no era un equipo de fútbol -no deja de ser un ente carente de significación real en la vida concreta de los aficionados, así como lo eran Júpiter, o Juno o Minerva para los romanos-, sino el valor trascendente de la liturgia que rodeó el acontecimiento.

Champions

Y así, la afición, se presentó como el pueblo elegido de entre las naciones (Ez 36) y el equipo, como ese Dios por el que madrugamos (Sal 63), al que cantamos “Cómo no te voy a querer” en actitud de alabanza o “You´ll never walk alone”, en actitud de fidelidad, pues es lo que se le pide a Israel, que siga todos sus caminos, y que ame y sirva al Señor (Deut 10,12). La orejona permanecía guardada detrás de la segunda cortina del Sancta Santorum (Heb 9,3). Los sacerdotes, varones, fuertes y adinerados, se mantuvieron retirados y entregados a la oración (Lc 5,16) en la previa al partido, esperando a saltar al altar del holocausto donde hacer memorable el nombre de su equipo y recibir sus bendiciones (Ex 20,24).

Todo lo demás, la parafernalia típica en muchos rituales religiosos: la narración de una historia de éxitos y fracasos deportivos; la recuperación de los grandes mitos del ideario colectivo; la purificante peregrinación, en este caso a París, por encima de costes, cansancios o protagonismos, y como gesto de sumisión a aquello que está por encima de mí mismo; camisetas, gorros y bufandas que hicieron las veces de casullas, togas, mitras o estolas; y el estadio como templo, emblemático, de presencia monumental, lugar de magia, de conmoción, de conexión con el resto de aficionados y con un más allá que nos colocará en la historia.

Más que un evento deportivo

Una final de Champions es mucho más que un evento deportivo o que un espectáculo. Son muchas las disciplinas que tienen algo que decir sobre un acontecimiento como este: la psicología social, la sociología, la economía, la política, la filosofía… pero no podemos dejar fuera el peso específico que, en su análisis, cobra la fenomenología de la religión.

Igual ocurre, aunque con menos magnitud, en otros tantos eventos sociales que nos abren a realidades que están más allá de nosotros, más allá de lo tangible, de lo concreto: un cumpleaños, una ceremonia de graduación, una fiesta popular, un congreso político, una boda, el estreno de una película, un concierto, una quedada con viejos amigos…

Ávidos de más allá

Somos seres religiosos. Nos enfrentamos a diario a realidades que nos sobrepasan y que no podemos afrontar sino es desde el mito, desde la narración colectiva, desde el símbolo o desde el ritual compartido. Vivimos ávidos de más allá, anhelamos sentirnos comunidad y necesitamos dialogar con todo aquello que nos sobrepasa.

Por eso me sigue desconcertando el desprecio al conocimiento religioso en el curriculum escolar.

Conviene sacudirse el polvo.