Templanza y fortaleza: un ecónomo confiable


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Dedicábamos uno de nuestros artículos anteriores a hablar de la virtud de la prudencia y su impacto en el actuar cristiano: todo obrar humano, aunque sea técnico, debe estar orientado al bien, y la prudencia es la virtud encargada de buscar el bien pertinente en una circunstancia dada. Sin embargo, es importante que, deducido cuál es el bien necesario, lo llevemos a cabo. Las dos virtudes cardinales que se encargan de ello son la fortaleza y la templanza.



Son virtudes conservativas del bien, en el sentido de que liberan al hombre de todo aquello que pueda apartarlo del bien. Por ejemplo, de los peligros graves o grandes males corporales, externos a nosotros, a que se opone la fortaleza. Por otro lado, de la tentación interna de los placeres sensibles, para lo que usamos la templanza.

La fortaleza no solamente implica fuerza bruta y vigor. Claro que la fortaleza incluye repeler y superar los ataques físicos; pero más aun implica soportar, rechazar y superar las grandes dificultades que se oponen o le impiden la “realización moral del bien según el orden de la razón”. Por eso Tomás de Aquino define la fortaleza como aquella disposición del alma que afianza el bien frente a las fuerzas y cansancios que buscan impedirlo (S.T. I-II, 61, 4): fortaleza es aguantar los ataques evidentes, pero también las fuertes tentaciones.

Si la fortaleza es hacer frente a los peligros externos, la templanza se orienta a los peligros de carácter interno, que nacen de un amor desordenado a los placeres u objetos. El placer no es en modo alguno malo, pero, como todo en el hombre, está supeditado a su razón, y esta, al fin y felicidad del hombre. Cuando la razón queda eclipsada y no hacemos el bien mayor que nos realiza, sino el bien menor o falso que nos apetece, estamos actuando más como animales que como seres humanos.

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Por ejemplo, cuando el cansancio me invita a posponer el cumplimiento de mi obligación y a entregarme al placer primario del sueño. La templanza, como revela la etimología de la palabra, es la virtud de mezclar adecuadamente deber y placer. Consiste en vivir de manera equilibrada y ajustada a los tiempos, de hacer las cosas en su justa medida y el tiempo o momento adecuado, no cuando dictan nuestros deseos, sino cuándo y cómo la razón establece que es bueno hacerlo.

Ambas virtudes liberan al ecónomo de los males que amenazan a la gestión económica. La fortaleza ayuda a que el ecónomo cumpla con su deber aun cuando la situación que le rodea es contraproducente: no es fácil seguir destinando los bienes de la orden a su misión cuando hay fuertes presiones políticas o sociales para que se oriente a otras inversiones. Tampoco lo es cuando hay fuertes tentaciones para invertir el dinero en actividades más rentables que el cumplimiento de la misión. A luchar contra ellas nos ayuda la fortaleza.

Tentaciones

A su vez, no es fácil lidiar con la seducción de endiosar el dinero, o el deseo de maximizar la rentabilidad por puro egoísmo, sacrificando la misión. Como ni el dinero ni el beneficio son malos, podemos caer en la tentación de hacerlos prioritarios, relajando nuestra supervisión, o dejándonos llevar por la comodidad de que un asesor externo y ajeno lleve las riendas de la economía de la congregación. Contra esta dejadez ayuda la templanza.

Gracias a la fortaleza, somos capaces de gestionar nuestros miedos, las crisis, las amenazas externas y los vaivenes del mercado; y podemos tomar las decisiones adecuadas sin vernos ahogados por todo esto. Gracias a la templanza, aprenderemos a gestionarnos internamente, para que las decisiones puedan ser siempre racionales, y nunca pasionales, egoístas, caprichosas o precipitadas. Ambas, en definitiva, guardan a Dios el puesto prioritario en la toma de decisiones, la centralidad del carisma. Sin ellas, es fácil que el centro lo tome, rápidamente, cualquier usurpador.

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