Dice la RAE que un tentetieso es un “muñeco de materia ligera o hueco que lleva un contrapeso en la base y que, movido en cualquier dirección, vuelve siempre a quedar derecho”. Seguro que todos lo hemos visto alguna vez.
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Se vende como juguete infantil pero siempre pensé que todo adulto deberíamos tener uno cerca, en algún lugar visible. En nuestra mejor versión, tenemos mucho de tentetieso. Todos estamos hechos de materia ligera, incluso frágil, pero los tentetiesos se revisten también de algún material resistente para que ninguno de los vaivenes lo quiebren irremediablemente. Pueden llevar algún rasguño en la pintura o hasta llegar a abollarse levemente, pero es difícil que se rompan. Están hechos para resistir los movimientos, más o menos violentos, más o menos cuidadosos. La vida, a poco que uno esté abierto y viva atento, ya se encarga de movernos en cualquier dirección. Como una danza, como un juego, como una peregrinación. Dejarnos mover amplía nuestra mirada y también nuestro corazón, amplía ese espacio habitado que somos cada uno, eligiendo qué queremos que forme parte de nosotros y qué quedará sólo como una visita más o menos agradable.
Columna vertebral
Porque huecos, nosotros no estamos. Con algún que otro vacío que ha anidado dentro, seguro que sí, pero huecos no. Estamos habitados: de recuerdos, de experiencias, de personas, de futuro y, en clave creyente, habitados por Dios en todo ello. Y es ahí donde parece que se nos ha dado un contrapeso para vivir. En la base.
Lo más increíble del tentetieso es el final: que siempre acaba derecho de nuevo. No inmóvil, no indolente, no impasible. Sólo derecho. De pie. Como los árboles, que cuanto más profundas sean las raíces, más capacidad para elevar las ramas sin miedo, en danza con el viento. Y es entonces cuando me pregunto por ese contrapeso que nos ordena y endereza. Supongo que cada cual tiene que encontrar el suyo. Sólo una cosa está clara: no viene de fuera, está dentro. Todos tenemos un peso que nos centra. San Agustín decía que ese peso es el amor. Pere Casaldáliga, unos 16 siglos después, creo que decía más o menos lo mismo en este poema:
Yo moriré de pie, como los árboles: / Me matarán de pie.
El sol, como testigo mayor, / pondrá su lacre
sobre mi cuerpo doblemente ungido,
y los ríos y el mar / se harán camino de todos mis deseos,
mientras la selva amada / sacudirá sus cúpulas de júbilo.Yo diré a mis palabras: / No mentía gritándoos.
Dios dirá a mis amigos: / Certifico que vivió con vosotros
esperando este día.De golpe, con la muerte, / se hará verdad mi vida.
¡Por fin habré amado!
Quizá sea verdad que, al final, sólo se trata de eso. Que el amor te centre, te mantenga derecho (no firme), te vuelva a tu lugar (no a lo de siempre), a tu centro, como una columna vertebral poderosa e insobornable. Sí, creo que todos tendríamos que tener un tentetieso cerca y bien visible, que nos recuerde que estamos hechos para dejarnos mover por la vida pero, sobre todo, para volver siempre al propio centro, allí donde podemos vivir derechos.