Me asomo a la realidad, clavando mi mirada en todo, buscando luces que alimenten mi alma, rumores que me rescaten del desasosiego y aparece una flor. Entonces recuerdo a François Mauriac, cuando en su ‘Nudo de víboras’ expresaba:
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“Las aguas resplandecían: estrujaba un tallo de hinojo entre mis dedos; en la parte baja de las montañas, la noche se espesaba, pero sobre las cimas subsistían los campos de luz. Tuve de repente la sensación aguda, la certeza física de que existía otro mundo, una realidad de la qué solo conocíamos un pálido reflejo”.
Invulnerable y eterno
Inesperadamente, me sacio con los brillos de la flor hallada, y a la vez que ante ella me siento frágil y efímero, me descubro invulnerable y eterno.
En ese instante, vacío de tiempo, la flor me abre a una mirada nueva de mí mismo y de los demás, más compasiva, más comprensiva, más esperanzada; a la vez que me proyecta a la totalidad del cosmos y me evoca lo más rotundo de la divinidad: su belleza. Quizá por eso Franz Jalics afirmaba que “la percepción es una cuestión espiritual”.
Hoy no me sacudo el polvo, prefiero embriagarme con el aroma de mi hallazgo.