Cuando el ministro colombiano de salud, Alejandro Gaviria, en un sincero diálogo con un periodista de radio afirmó su condición de ateo, encendió la chispa de un escándalo que, visto a distancia, mantuvo a los colombianos en una inesperada clase de teología elemental.
La primera reacción la produjo un seguidor del obispo Lefevbre, recién destituido de su cargo de Procurador y activo seguidor del expresidente Alvaro Uribe: “un país creyente no merece ministros ateos” escribió en su cuenta de tuiter. Precisó la relación de la fe con la actividad ministerial al agregar: “¿dejaría usted la salud de su familia en manos de un ateo?”.
Las afirmaciones del exfuncionario estimularon un debate público alrededor de asuntos como la relación entre la religión y la moralidad. ¿Es el ateísmo inmoral, per se? Una columnista apeló a la fuerza de los hechos para responder:” Colombia cuenta seis millones de víctimas de su guerra y uno de los más altos índices de corrupción de América Latina; sin embargo es el número 7 entre los países del mundo con el mayor número de católicos”.
Otro columnista tomó por los cuernos el brioso toro y preguntó en el titular de su escrito: “¿son los creyentes mejores personas que los ateos?”. Y en vez de discurrir y sermonear el columnista Mauricio García Villegas trajo a cuento una investigación de CurrentBiology que, en una muestra de 1200 niños, comprobó que los más altruistas entre ellos, resultaron ser los hijos de padres ateos. ¿Por qué?
Con la descripción del sesgo sicológico llamado “licencia moral”, los psicólogos explicaron que el cumplimiento de deberes rituales causa una “relajación moral” por la convicción de que los ritos ponen en su contabilidad saldos a favor que les dan licencia para una conducta moral menos exigente. El ateo no cuenta con esa ayuda y se comporta con mayor rigor ético, porque todo depende de él, no de los ritos.
El keniano Richard Dawkins, conocido por su libro “el gen egoísta” y por su ateísmo militante, no le dio vueltas al tema durante su reciente visita a Bogotá: “Las peores consecuencias de lo religioso, dijo, ocurren en el Medio Oriente bajo la influencia del islam”. Y agregó “hay una gran cantidad de maldad hecha en nombre de la religión. Mas con la subversión de la educación científica a través de la religión es una maldad en plazo mayor”.
El debate, a cielo abierto, dio lugar para todo. La posición equilibrada del editorialista de El Espectador “ no porque alguien crea en Jesús, o en Buda, o en Alá o en la posibilidad de que no haya dios, eso significa que sea superior o inferior” ; en el otro extremo se situó Hawkins al relacionar a los que abandonan la religión con “las personas más educadas que están en posiciones más cómodas, que no viven en entornos pobres o peligrosos”. Concluía el biólogo africano: “El hecho de que los individuos puedan ser curados de la religión, me hace pensar que todo el mundo puede, si las condiciones educativas y socioeconómicas son correctas”.
No faltaron en el debate los conocidos lugares comunes de la religión asimilada a los cuentos de hadas, de las hipótesis científicas verificadas, al contrario de las creencias en lo sobrenatural sin verificación científica alguna; o la religión vista como un delirio sufrido por millones de personas en el mundo.
Al final de un debate en que los ateos escribían dios con minúscula, en una especie de ejecución ortográfica, y sus contradictores lo resucitaban con la mayúscula de Dios, algo quedó claro: el mundo de hoy poco o nada cree en un dios de ritos que hace recordar al Dios de los ejércitos, y está más dispuesto a descubrirlo en el Dios de la vida y del amor que hacen presente creyentes y no creyentes. Tal es la conclusión que queda después de esta informal clase de teología elemental inconscientemente promovida por la radicalidad de un creyente más político que teólogo.