Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Testimonio con megáfono, testimonio silencioso


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Vivo muy cerca de la plaza del Triunfo, en pleno meollo de Granada. Se trata de un pequeño parque con una fuente de esas que sirven como referente fundamental cuando quedas con alguien. El domingo pasado, cuando volvía de misa y de darme un paseíto por la ciudad, me encontré a un grupo de personas que, con micrófonos y en medio de esa plaza, cantaban y rezaban laudes. Es obvio que no estaban haciendo nada malo, pero me llamó la atención. Me resultó inevitable pensar en la paradoja que implicaba ese alarde público, del que nadie que pasara cerca podía escapar, con el hecho de que hacía muy poquito Charles de Foucauld acababa de ser canonizado en Roma. Aquel militar y aristócrata que, tras convertirse, optó por vivir en lo escondido, en medio de los Tuaregs y como un hermano universal. 



Ser creyente implica testimoniar, eso está claro. La pregunta, que siempre me hago y que, supongo, hay que discernir en cada momento y situación, tiene que ver con el modo en que ese testimonio puede ser acogido mejor por los demás, con la manera concreta en que nuestra existencia y nuestras palabras pueden ser elocuentes. Me da a mí por pensar que los micrófonos no son tan eficaces como pudiéramos pensar y que la presencia silenciosa de alguien seducido por Jesús, como Foucauld, despierta más inquietudes que todos nuestros despliegues pastorales. Así lo demuestra la amplitud de la familia espiritual que se sienten alentados por el ejemplo de este santo francés. Aun así, el que esté libre del pecado de preferir lo llamativo a lo discreto, que tire la primera piedra. 

Megafono

Esta tendencia a quedarnos con lo escandaloso, que compartimos todos en mayor o menor grado, hace que los modos de Dios nos resulten un poco a contrapelo y que se nos haga difícil eso de reconocer el paso silencioso y discreto del Señor por nuestra existencia. Se nos hace complicado descubrir los gestos cotidianos de amor, las pequeñas expresiones de entrega o los guiños diarios nos hablan del Evangelio en el gris del día a día.

En el fondo de nuestro corazón, quizá desearíamos que Dios se dejara de sutilezas y que nos gritara con un megáfono, a ver si caemos en la cuenta de su compañía. Pero, no hay manera. Al final tenemos que rendirnos y confesar, como Isaías, que “Tú eres un Dios escondido” (Is 45,15). Tendremos que gritarlo, sin duda, pero con una vida seducida.