El Adviento es un tiempo de preparación espiritual para celebrar la Encarnación, ese misterio que nos salva de la impotencia ante la muerte y la injusticia. Es un tiempo de paz, amor, tolerancia y fe. Un camino que los cristianos realizan conjuntamente, pues no son meros individuos, sino peregrinos que se han constituido en pueblo de Dios, una comunidad siempre abierta al que tiene sed y hambre de absoluto.
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En una época que solo reconoce el horizonte de la finitud, excluyendo cualquier forma de trascendencia, la fe ya no puede ser una simple convicción, sino una experiencia mística. No se trata tan solo de buscar a Dios, sino de acogerlo, pues con la Encarnación ha salido a nuestro encuentro. Dios no ejerce violencia. Cuando el ángel Gabriel le anuncia a María que su vientre será fecundado por el Espíritu Santo, deja abierta la posibilidad de un no. María no solo será la puerta que comunicará dos mundos, sino que desempeñará el papel de corredentora de la humanidad. Su sí cambió la historia y abrió las puertas a la restitución del ser humano como una realidad trascendente, cuya existencia ya no sería una frágil vasija abocada a romperse en mil pedazos, sino un proyecto orientado hacia una plenitud indestructible.
Una paradoja
Hoy en día es difícil declararse católico o creyente sin toparse con muecas de perplejidad o menosprecio. La razón ha decretado que el universo es irracional. Es una paradoja, pero se ha propagado la visión del cosmos como un lugar frío y absurdo que se encamina hacia el colapso gravitatorio. Se acepta como dogma de fe que el universo es absurdo, que carece de finalidad, propósito o sentido, que es fruto del azar y de una necesidad ciega e impersonal. En un mundo desencantado, la fe solo puede ser una experiencia mística, como apuntó Karl Rahner, pues presupone la existencia de algo situado más allá del tiempo y el espacio. Un verso, una nota musical o una pincelada pueden ser la vía de acceso a la experiencia mística.
Exiliado en París tras el asesinato de su yerno al comienzo de la Guerra Civil, Manuel García Morente experimentó la cercanía de Jesús, escuchando ‘La infancia de Cristo’, de Héctor Berlioz. No fue una aparición convencional, sino una presencia que transformó su desesperación interior en luminosidad y esperanza. La experiencia mística siempre es un punto de inflexión, un acontecimiento que transforma radicalmente al que pasa por ella, imprimiendo un nuevo rumbo existencial.
Un universo abierto
El místico descubre lo infinito en lo finito, en la carne que el ateísmo considera irrelevante y abocada a la putrefacción. Frente al universo cerrado de la visión científica, la fe postula un universo abierto. C. S. Lewis afirma que hay algo más allá de la naturaleza. No le quito la razón, pero creo que ese algo ya está aquí, en el “esfuerzo creador” –por utilizar una expresión de Henri Bergson– que impulsa a la naturaleza, garantizando la vida y la diversidad.
Dios no es algo externo al mundo. Actúa “desde dentro”. Cuando hablamos de milagros, pensamos en los hechos extraordinarios, pero el milagro ya está en lo ordinario. ¿Acaso no son milagrosas las formas infinitas que adopta la vida, desbordando cualquier predicción? Karl Rahner habla de misticismo pensando en san Pablo, que en la Carta a los Gálatas proclama: “Vivo yo, pero no yo; es Cristo quien vive en mí”.
Dimensión también ética
A veces se olvida que la mística cristiana tiene una dimensión eclesial y otra ética: la dimensión eclesial incorpora al creyente al cuerpo místico de Cristo; la dimensión ética le incita a la evangelización y la fraternidad, cuya expresión más radical es la actividad misionera, donde se tiende la mano al que vive en las situaciones más extremas de precariedad. Cuando una de esas dimensiones prevalece sobre la otra hasta casi provocar su extinción, se produce un grave desequilibrio. Por eso, santa Teresa de Jesús quería que sus carmelitas descalzas fueran una combinación de Marta y María. Es decir, activas y contemplativas.
Thomas Merton, monje trapense, opinaba lo mismo, señalando que, para llegar a Dios, son tan necesarios el trabajo como la plegaria, las sencillas tareas de la vida cotidiana como la oración y la meditación. Curiosamente, el Maestro Eckhart (1260-1328) propone a Marta como ejemplo de vida mística. Marta ya no necesita rezar, pues su unión con Dios es tan estrecha que ya le acompaña en todos sus actos. Pertenece a la estirpe de los “contemplativos en la acción”. Una actitud que podemos apreciar en Thomas Merton, activista de los derechos humanos y ermitaño que rezaba en silencio, consciente de que Dios está en el mundo y en el retiro, en el ajetreo cotidiano y en la quietud de un monje en su celda.
Un misterio incomprensible
La figura del teólogo puede ser equiparada a la figura de María, que no aparta su atención de Jesús, pero su entrega no sería posible sin el trabajo de Marta. Marta y María intentan comprender a Dios, pero Dios es inseparable del misterio, de lo indecible e incomprensible. No se puede definir ni objetivar. Dios funda, sostiene y sobrepasa lo real. Nunca podremos someterlo a un proceso de verificación. Nunca será un dato de experiencia, pues es lo que precede y recoge a la totalidad de lo real. Dios es Padre porque es principio sin origen. Es Logos porque irrumpe en la historia como palabra, y Espíritu porque se manifiesta como gracia en el corazón del hombre.
Karl Rahner apunta que la Revelación no des-vela el misterio, sino que lo hace más patente y radical. Inesperadamente, Dios, lo más grande e incomprensible, se manifiesta como lo más pequeño y humilde. Encarnarse ha sido su forma de hacerse inteligible, sin perder su altura infinita y su absoluta trascendencia. Dado que Dios es un misterio insondable, la fe solo puede ser mística. Rahner no se refiere a las visiones de santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, Hildegard von Bingen o Teresa de Lisieux, sino a la necesidad de establecer una relación personal e íntima con Dios, algo que sería imposible sin la mediación de Cristo.
Un interlocutor muy cercano
Al hacerse hombre, Dios se convirtió en un interlocutor muy cercano, alguien a quien se puede interpelar y con una experiencia histórica que podemos contrastar con nuestra propia experiencia personal. El contacto con Dios no hay que buscarlo en regiones extrañas y remotas, sino en la vida misma. Lo místico es encarar la existencia en toda su profundidad, sabiendo que Dios no es una realidad reservada a los santos, sino la entraña última de lo real, siempre presente en lo cotidiano. Ser místico es vivir la fe desde la radicalidad del amor y el gozo de la libertad, desde la fraternidad y la belleza, sabiendo que existir no es una desgracia, sino un preciado don. Karl Rahner opina que esa experiencia no puede acontecer de forma individual y aislada, sino vinculada a la Iglesia en tanto comunidad de fe y gracia.
La mística es una profundización de la fe y no puede separarse de la dimensión eclesial. La unión con Dios necesita un espacio de encuentro donde el hombre, sin perder su dimensión individual, se vincula a una comunidad que espera con confianza, libre del miedo del que vive aislado y a la intemperie. Se ha dicho que el creyente deserta de la realidad, pues es incapaz de afrontar la vida en cuanto mera contingencia sujeta al azar. Para Sartre, el creyente es “un hombre de mala fe”. Cabe objetar que el cristiano no deserta de la vida, sino que exalta su valor por medio de la esperanza, sin la cual la muerte reina sobre el cosmos. No vive de espaldas al mundo, sino en el mundo, y plantea su fe como la posibilidad de curar y cerrar todas las heridas.
Una extraordinaria oportunidad
El Adviento constituye una extraordinaria oportunidad para vivir místicamente, pensando que al hombre no le espera la nada, sino un infinito fecundo y creador, una plenitud donde todos los hombres, incluidos los más humillados, pobres y menospreciados, se reunirán en Dios. El árbol de la vida, lejos de permanecer inmutable, seguirá creciendo en ese Reino donde la luz prevalecerá definitivamente sobre la oscuridad.