La actualidad eclesial está llena de historias que construyen, de esas que pide el Papa a los comunicadores, aunque haya que fijarse también en las que destruyen, sobre todo si estas ayudan a echar por tierra un sistema hediondo que anula el perfume del evangelio. En ese caso, contar sirve para reconstruir.
Es difícil poder conciliar ambas cuestiones. Tanto que algunos, convencidos de militar en el lado de la verdadera verdad, no dudan en falsearla con la errada apreciación de no hacer daño. No hacer daño ¿a quién?, cabría preguntarse.
Se indigna ahora el personal con la historia de las monjas abusadas y explotadas. Hace daño, dicen. Como lo hacía sacar a la luz la pederastia eclesial, repetían, mientras ponían años calientes, y no precisamente a las víctimas.
Circula por ahí una carta de un eclesiástico dando informes al Papa sobre un obispo, y los militantes de la verdad absoluta lapidan a quien redactó esas líneas, aunque las piedras van contra Francisco. Redactores de líneas los hay a mansalva, y por sus garabatos los reconoceréis. Pero este no parece un correveidile, aunque pueda echar algún borrón.
Los guardianes de la vera doctrina se escandalizan, atacar así a un pastor, chismorrearle esas cosas al Papa. Lo dicen quienes tenían –y tienen– ojos y oídos prestos para la delación. Yo doy crédito. Ya no me pareció edificante la forma del nombramiento de ese pastor, en los estertores de un pontificado y con aromas de trágala. También di crédito a los lamentos de sacerdotes de la diócesis, lastimados por comportamientos absolutistas. Y al escándalo de los fieles, que no comprendían maneras ni manejos.
Me parecía que alguien enfermo no puede ser obligado a hacer algo de lo que no es capaz, ni se puede castigar a los fieles por los males de sus pastores. Si no se hubiese jugado a la componenda, se habría evitado el daño a la diócesis, a la Iglesia y al propio pastor, que se habría ahorrado una humillación innecesaria. ¿Quién destruye? ¿Quién construye?