Cuesta, en estos días, encontrar algo que ilusione cuando echamos un vistazo a la política nacional. Los futuros votantes asistimos descorazonados a declaraciones de líderes políticos que muestran cómo han perdido su vocación de servicio público si alguna vez la tuvieron. Resulta frustrante escuchar cómo se postulan para diputados y diputadas, personas que abiertamente declaran u oscuramente muestran que su fin es entorpecer el funcionamiento de las instituciones o valerse de ellas para lograr otros objetivos. Pucherazos, dedazos, purgas, codazos, venganzas, traiciones, puertas giratorias, intoxicaciones informativas aderezan un caldo electoral cuyos ingredientes básicos hace tiempo que dejaron de saber y oler bien.
Huele a podrido, a bisoñez, a poco respeto por los votantes. Ya no se recuerda cuándo los políticos fueron bien valorados en las encuestas sobre imagen pública, cuándo eran espejo en el que nos podíamos ver reflejados las ciudadanas y los ciudadanos. Suena en este momento en mi cabeza la consabida frase derrotista: “Tenemos los líderes políticos que nos merecemos” y, sin embargo, lo que me surge es decir: “Ojalá los tuviéramos, porque nos merecemos, salvo excepciones, algo mucho mejor que esto”.
Declaro mi admiración y respeto por las personas que no entran en política para hacer carrera. Por aquellos y aquellas que se han “metido” en política por responsabilidad, por hacer un país mejor, por facilitar la vida de vecinos y ciudadanas, sin mesianismos ni salvapatrismos . Personas que han sufrido descalificaciones y persecuciones por ello y que nos han mostrado que la política puede ser un arte noble.
Vivimos tiempos densos y, sin embargo, no podemos tirar la toalla en el ejercicio de nuestros derechos ciudadanos y entre ellos está el derecho al voto… aunque sea en blanco.