Cada escándalo pone a prueba la firmeza de nuestras convicciones. Se genera una ola de preocupaciones genuinas, malas experiencias pasadas, testimonios dolorosos y así como de odio antirreligioso y una falsa emancipación que solo intenta corroer el compromiso espiritual y moral de la gente. No falta quien clame “esa religión tiene que morir”. La crisis se resume al valor de ser católico y a la promesa compartida que ello implica.
Rezar, pagar, acatar
Algunas a veces, nuestra religión se reduce a esta mínima expresión de rezar, pagar y acatar. Creemos que el rezo es la solución a todo tipo de caprichos no espirituales, como lograr mayor puntería en exámenes para los que no nos hemos preparado, alcanzar la intercesión de un santo para conseguir parejas inmunes a nuestro pésimo carácter, sacarnos el premio mayor de la lotería e incluso lograr que tropiece aquella persona que nos cae mal. Y cuando las cosas no salen como queríamos, nos quejamos de que Dios no escucha. No falta quien piense que rezar es una especie de castigo, como si entablar un diálogo con el Amor perpetuo, Creador del universo, no fuera todo gozo y todo éxtasis. Rezamos mecánicamente sin aprender jamás a orar.
Habemos quienes cambiamos el involucramiento por la dádiva cuando pasan la colecta en misa. Damos el cambio que traemos, mientras ignoramos que son nuestros talentos y realidades plenas los que importan como ofrenda en el altar. En jaloneo monetario, nos auto convencemos que dar limosna equivale a una vida de misericordia. Las conversaciones sobre la humildad nos indignan y el sacrificio nos asusta, como si adorásemos a un idolito opresor y sádico, en lugar de al Dios de la libertad y de la vida.
Hay quienes nos limitamos a acatar lo que se nos dice, o al menos a decir que lo intentamos. Como si la salvación fuera un juego de mesa y lo que importara fueran las reglas. Buscamos “vacíos legales” en la Biblia, cuando ya sabemos las respuestas en nuestras conciencias. Así, cuando vemos los mandamientos como imposiciones y no como sabiduría que guía nuestra conciencia humana, no es sorpresa que esas creencias sean lastre y no ruta de liberación.
En un sentido estricto esa religión no tiene que morir, pues nunca estuvo viva. Superstición, transacción monetaria y micro legislación nunca han sido capaces de reunir lo humano con lo divino. Pero ojo, necesitamos mantenernos atentos, pues son con frecuencia estos fantasmas y medallas los que dificultan el camino a la verdadera liberación.
Clericalismo
En un siguiente plano habita el círculo vicioso del clericalismo, donde pensamos que lo santo solo se encuentra dentro del clero. Laicos y religiosos entramos inadvertidamente en esta complicidad pecaminosa que resulta a la vez mutuamente cómoda en el corto plazo y evidentemente devastadora a la larga.
Esperamos subsidio espiritual por parte de obispos, párrocos y religiosas. ¿Pues a quién si no a éstos les toca ganar el cielo, idealmente para todos? Renunciamos a nuestro sacerdote interno cuando dejamos de esforzarnos por hacer nuestras propias vidas sagradas y nos conformamos a las ataduras de lo fácil, pero incorrecto. Clamamos clericalismo al exigir perfección moral en cada religioso sin involucrarnos un ápice, para después atacarlos ferozmente en cada tropiezo. Por su parte el clero, inicialmente se arroja a la cancha con ilusión al servicio, se agota solitariamente con el tiempo y después lamenta la indolencia moral del pueblo. Así nos equivocamos al pensar que todo llamado de Dios implica necesariamente tomar un hábito, como si el matrimonio fuera menos sagrado que el orden sacerdotal, por ejemplo.
Abonamos el clericalismo al practicar este catolicismo de closet y calificar de mojigatería el dar testimonio de Cristo en nuestras vidas. Exiliamos a nuestro profeta cuando nos convencemos de que la religión es asunto privado y cosa de cada quién. Y a la vez nos parece normal que otros hagan campañas de todo. Sí, de todo. Excepto de la alegría profunda del Evangelio. Y esta pasividad de los laicos también es conveniente para algunos miembros del clero pues un pueblo que es mudo no opina, no sube la barra del diálogo y mucho menos llama a la rendición de cuentas.
Impulsamos el clericalismo cuando creamos grupos autorreferentes de egoísmo grupal, ya sea en diócesis, parroquia, congregación o ministerio. Fallamos en nuestro papel de la construcción en el Reino cuando olvidamos que solo quien se deja conformar por el Buen Pastor encuentra unidad, paz y fuerza en la obediencia del servicio (SS Francisco, 2014). Y los laicos abonamos a ello al dejar solo al clero, enclaustrado en su iglesia, monasterio o misión.
El clericalismo es una forma particular de corrupción espiritual que fomenta hechos abominables y realidades horrendas que todos conocemos y repudiamos. Atenta contra la dignidad de laicos y miembros del clero, pervierte el espíritu mismo de la comunidad religiosa y parasita nuestra fisiología como parte del Cuerpo Místico de Cristo. En nuestro catolicismo, esta enfermedad debe morir y solo lo hará con el esfuerzo coordinado de todos.
Un solo cuerpo
No me parece coincidencia que el papa Francisco –contrario al clericalismo– sea objeto de ataques y que sea un grupo conservador del clero quien pida su destitución. Tampoco me parece casual que una noticia de hace 16 años sea puesta de nuevo en los medios justo después de que el senado argentino se pronunciara en contra del aborto y a pocas semanas de que la iglesia católica norteamericana se movilizara unificadamente para defender a los migrantes.
Me atrevo incluso a poner a tu consideración que Cristo fue crucificado justo por una combinación de clericalismo extremo –liderado por algunos miembros del Sanedrín– e inquietud política del imperio hegemónico de la época, Roma. Y sin embargo también sabemos que la muerte no tuvo la última palabra.
Así que manos a la obra. Ciertamente necesitamos orar y no tan solo rezar. Requerimos compromiso y no limosnas. Hacen falta iniciativa y acción decisiva y no solo obediencia. Que se vea pues Amor y no migajas. Ya que si un miembro padece todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se regocijan (1 Cor 12:26), así nos toca –me toca- colaborar, liderar y orar, hasta que el gozo y la paz sucedan.
Referencia. SS Francisco (2014). Carta del Santo Padre a los participantes en la Asamblea general extraordinaria de la Conferencia Episcopal Italiana.