No sé si quien lea esto compartirá esta impresión conmigo: echo en falta lugares de encuentro en los que dialogar con calma y profundidad; me sobran, sin embargo, multitud de conversaciones pesadas en las que se arrojan piedras y culpas, sin ni siquiera tocar brevemente un poco de lo que realmente es la vida e inquieta el corazón humano. Tanto que se dice y tan poco hondo.
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Hay un miedo grande a quedarse a solas y descubrirse hablando, preguntando, queriendo. No es una fiebre de juventud, como algunos piensan. La sorpresa por el propio interior hoy parece revivirse en distintas etapas y momentos. Cuando en otro tiempo se alcanzaba comúnmente una cierta seguridad y solidez de vida, hoy parece que se inician procesos y caminos casi vírgenes hacia preguntas que quedaron sin respuesta.
Las veces que he hablado con personas que iban a morir he encontrado, no un mar de dudas, sino preguntas radicales a las que se ha ido respondiendo poco a poco, sin permitir que fueran selladas para siempre. Muchas preguntas se van quedando a medio responder o comienza a escribirse sobre ellas sin poner punto final jamás. Ni son para una o dos vidas, ni para una o dos generaciones, ni para una o dos humanidades. Seguirán ahí y caerán sobre todo aquel que comience a existir, con la seriedad que comporta. Da igual. Lo siento mucho. Nadie preguntará jamás si quieres escuchar por primera vez tal o cual pregunta. Ni siquiera se escucha. Se intuye tan directamente que se presenta de forma inapelable. En resumen, que no es que yo me devane los sesos hasta alcanzar no sé qué cumbre, sino que me golpea inquietantemente. Y da igual qué movimiento de cadera haga. Me devora por dentro igualmente.
Historias sin encajar
Entre las preguntas que quedan por responder siempre, no pocas son muy íntimas. Son secretamente custodiadas allí donde nadie más puede volver a mirar salvo que sean alcanzadas por una memoria bien distinta a la nuestra, que abre la puerta minuto a minuto al olvido. Esa historia sin encajar del todo, de posibilidades inciertas que se aceptaron y las muchas que se rechazaron sin saber dónde llevaban. La aventura que hay que afrontar para responder quién somos (no qué, ni qué hacemos, ni qué pensamos, ni qué sentimos ahora, ni qué consumimos…) es un imposible solitario en el que aparecen cartas que ni sabíamos que estaban en la baraja, y que, sin embargo, de alguna manera ya nos sonaban. Y cada día la misma pregunta se va respondiendo: sobre el sentido, sobre la esperanza, sobre la vida.
Otras de estas preguntas tienen relación directa con los demás, con quiénes son, qué hacen ahí o aquí, qué es mi vida con ellos. El amor quiere conocer y no deja de conocer, permanece dinámico, por tanto, acertando con buenas y nuevas preguntas. Por el contrario, el odio que seca la inteligencia y el afecto sentencia bárbaramente que ya sabe todo lo que necesita saber y no hay nada, más que lo suyo. Si somos capaces de escuchar el reclamo de la fraternidad después del siglo XX, no es porque se quiera aludir a un origen común, que lo tenemos, sino para reclamar una actitud que no es tan natural ni espontánea, que exige sin descanso y aporta pocos consuelos. ¿Dónde está tu hermano?
Se suele empezar a hablar de estas preguntas sin respuesta pensando en el futuro hacia el que nos arrojamos inevitablemente. Esperanzas y miedos nebulosamente compuestos, sin que la paz brille en él definitivamente. Hasta que brilla, porque entonces atrae. Se deja todo e inmediatamente se sigue su fulgor. Si no fuera por el discernimiento, por la capacidad de tomar un principio y criterio en la vida, andaríamos perdidos medio ciegos, si no cegados ya, por letreros luminosos que aparecen para prometer de todo. Hay una forma de vivir que es vagabundeo empobrecido, que nada tiene que ver con el caminante y peregrino que da pasos o descansa sabiendo dónde va aunque no le alcance la mirada. Andar mendigando a Dios, como aquel joven que volvió a casa, es no haberse enterado todavía de que somos hijos.
Todas estas preguntas hieren, aunque no siempre duelen. En ocasiones, no pocas, consuela vérselas así, tan desprotegidamente, tan sinceramente. No es que sean la chispa de la vida, pero sitúan de cara a su valor. Existe esperanza y la deseamos. Igual que el Unamuno más despierto en ‘Del sentimiento trágico de la vida’ pudo pronunciar: “La fe nos hace vivir mostrándonos que la vida, aunque dependa de la razón, tiene en otra parte su manantial y su fuerza, en algo sobrenatural y maravilloso”. Es decir, que hablamos en términos de pregunta y respuesta, porque somos racionales claramente. Y, sin embargo, la vida no es la razón, ni se confunde con ella. El “logos” y la “palabra” son siempre esa otra parte que queda siempre tan abierta como difícilmente explorada.