Hay veces en las que la dificultad para la una elección es que no existe una opción que sea buena, sino que nos vemos empujados a sopesar qué será lo menos malo y qué puede traer menos consecuencias negativas. Esto me venía a la cabeza mientras veo a los candidatos a la presidencia de Estados Unidos. Aquel que va a estar a la cabeza de una potencia internacional y cuyas decisiones afectarán a las demás naciones saldrá de la elección entre Trump y Biden. Sinceramente, después de ver las últimas apariciones públicas de este último, que producen una mezcla de lástima y vergüenza ajena, me alegra no estar en el pellejo de quienes tienen que votar a uno de los dos. No hace falta estar familiarizada con procesos de deterioro cognitivo para percibir que “algo no va bien” en el actual presidente. Por mucho que haya gobernadores que tímidamente sugieran la necesidad de un relevo, este resulta muy difícil cuando declara que solo dejará la carrera electoral si baja Dios Todopoderoso a decírselo.
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“No lo va a hacer como yo”
La dificultad para quedarse a un lado y dejar paso a otros, el empeño por mantenerse en el poder sea como sea y esta referencia divina me han traído a la mente lo que, por desgracia, nos sucede demasiadas veces en el ámbito eclesial. No importa si se trata de obispos, superiores, provinciales, párrocos, catequistas o sacristanes, porque no es difícil encontrarnos rasgos demasiado parecidos a la postura de Biden entre cualquiera que ostente la más mínima responsabilidad en la comunidad creyente: ceguera para reconocer los propios límites, con frecuencia evidentes para el resto y muchas resistencias para dar un voto de confianza a quienes vienen por detrás porque “no lo van a hacer como yo” (a veces ¡gracias a Dios!). Tenemos la tormenta perfecta cuando aliñamos todo esto con una dosis importante de alusiones evangélicas e insistimos en la importancia de hacer la voluntad de Dios, que, curiosamente no suele tener nunca que ver con renunciar a esos espacios de poder en los que están atornillados.
Es muy probable que ninguno de nosotros lleguemos a saludar a mandatarios invisibles o nos desorientemos espacialmente en un acto oficial, pero nadie está inmune de agarrarnos como un gato a unas cortinas a cualquier tarea, lugar o responsabilidad en la que, incluso en nombre del Evangelio, encontremos un espacio de poder. Bien sabía Jesús de ese virus que todos incubamos cuando, mencionando a los gobernantes de este mundo, insiste en que “no sea así entre vosotros” (Mc 10,43). Pues eso… ¡que no sea así!