Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Todos somos más feos sin mascarilla


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Este tiempo de pandemia y mascarillas me está permitiendo plantear algunas ideas que podrían ser tema de toda una tesis doctoral. La observación sobre el uso y desuso de la mascarilla en la gente da como para realizar un estudio serio y profundo de antropología cultural o de sociología. Una de estas cuestiones que estoy comprobando tiene que ver con el modo en que nuestro cerebro imagina el rostro de los otros cuando los conocemos con la mascarilla puesta. Según estoy pudiendo verificar desde mi propia experiencia, mantenemos cierta tendencia a reconstruir esa imagen cubierta de los demás de un modo mucho más benigno que la realidad. Vamos, que cuando aquel o aquella a quien acabas de conocer se quita la mascarilla, siempre descubres que hay un elemento con el que no contabas y que rompe la perfecta armonía de tu imagen mental.



Rienda suelta a la imaginación

No creo que se trate de una experiencia tan personal como podría parecer, pues cuando lo he comentado siempre hay quien me confiesa que le sucede lo mismo. Quiero pensar que, más allá de lo cómico que puede resultar, esto es un reflejo de cierta bondad innata que tenemos los seres humanos. Tendemos a reconstruir a través de nuestra imaginación una imagen que nos llega incompleta, pero lo hacemos dándole la perfección que la realidad le niega. Por eso, no es que la mascarilla “favorezca” a nadie, sino que esta da rienda suelta a una imaginación bondadosa. Además, no podemos negar que la mirada, que es lo único del otro a lo que podemos acceder con claridad, rara vez no es hermosa.

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Dándole vueltas a este hecho, que constato cada poco tiempo, me venía a la cabeza cómo el mismo Dios contempla la realidad y a nosotros mismos. Dice el Génesis que, al contemplar al ser humano y a la creación, Él vio que “todo estaba muy bien” (Gn 1,31). Esta afirmación me recuerda a la convicción que tienen la mayoría de las madres de que sus hijos son los bebés “más bonitos del mundo”, no porque sea una realidad objetiva, sino porque es la forma más verdadera como les ve su corazón. Y es que, cuando se nos mira con cariño, todo pasa a un segundo plano y solo nos resulta importante esa belleza del corazón que, con mucha frecuencia, irradia la mirada. Por eso, más allá de dientes grandes, pequeños o descolocados, por encima de narices grandes, chatas o aguileñas, cada uno de nosotros estamos “muy bien” cuando somos vistos al modo del Señor.