Tras la JMJ aparece en el acerbo de la cristiandad un nuevo mantra: “Todos, todos, todos”.
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El papa Francisco nos sorprende con una más de sus refrescantes perogrulladas –recuérdese que Perogrullo a la mano cerrada llamaba puño–, y nos avisa de que, en la Iglesia, que a sí misma se reconoce como católica, cabemos todos. Claro está, si no, ¿de qué catolicidad estaríamos hablando? La vocación de la Iglesia es universal, y no conviene reducir este adjetivo a los intentos de san Francisco Javier por evangelizar Japón, que también, sino a comprender que el Dios de Jesús habita en el corazón de todas las mujeres y todos los hombres, y que la humanidad entera, como se atrevió a anunciar Juan XXIII en su saludo de ‘Pacem in terris’, es Pueblo de Dios.
Ya nos contaron que nuestro Padre celestial, “hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos” (Mt 5,45). Son la misericordia de Dios, con el amor que procesa por cada una de sus criaturas y su capacidad de perdón, lo que nos permite comprender y aceptar nuestras debilidades, lo que nos habla de la importancia de saber distinguir entre la persona y sus errores, y lo que nos brinda la posibilidad de hacer que cada mañana sea nueva y que el sol nos despierte, a todos, con esperanzas renovadas. Por eso en la Iglesia cabemos todos, porque una madre no puede prescindir de esa misericordia acogedora que nuestro Dios nos muestra.
Esto, que puede parecer otra refrescante perogrullada, no es un código que nuestra sociedad asimile con facilidad. En general, somos más proclives a la condena, al pago de las deudas, al ojo por ojo y al desprecio o al enfrentamiento cuando las actitudes o las ideas de alguna persona o colectivo concreto se aleja de lo que creemos admisible.
Palabras vacías
Hace unas semanas, un sacerdote amigo, me decía que estaba harto de palabras vacías. Creo que pecamos en nuestras “capillas” de dejarnos llevar por la emoción que suscitan las grandes palabras y, en ocasiones, las dejamos que adornen nuestros eslóganes, de manera infecunda, como huevos hueros. Igual puede ocurrirnos con este “todos, todos, todos”.
No sé hasta qué punto, nuestros oídos de cristianos acomodados en una sociedad fácil nos hicieron escuchar, simplemente, que el mensaje de Francisco era que hombres, mujeres, personas LGTBI, alineados con la izquierda, alineados con la derecha, ricos y pobres, sanos y enfermos, podemos formar parte del “club” de los bautizados. Creo que, si esto es lo que se nos quedó, poco fecundo fue el discurso.
En este mismo medio, el cardenal Cristóbal López, arzobispo de Rabat, nos contó que, como “protesta por este sistema político europeo cerrado y egoísta”, no fue a Lisboa. ‘JMJ en Portugal… sin Marruecos’, titulaba el artículo. Las dificultades económicas y los problemas para conseguir visado no hicieron posible que muchos de nuestros hermanos africanos tuvieran su hueco en la JMJ.
Para que en la Iglesia quepamos todos, la Iglesia tiene que ser un espacio que dé cabida a todos –otra perogrullada–, pero ese espacio hay que construirlo. El Evangelio nos invita constantemente a hacer presente el Reino de Dios en el mundo. No sirve regalarnos los oídos con el Magnificat o con las Bienaventuranzas si no entendemos que ambos cánticos son una invitación a, como proclamara Jesús en la sinagoga, aceptar que el Espíritu del Señor nos llama a “evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos” (Lc 4, 18). La profecía se cumplió el día que Jesús tomó conciencia de su responsabilidad con el afligido y se puso manos a la obra.
¿Somos una Iglesia en la que caben todos, todos, todos? Sin duda alguna, no. Quizá por que no hemos comprendido que la misericordia del Señor necesita de nuestra entrega; quizá porque no somos conscientes de que el Reino siempre está en construcción; quizá porque hemos convertido nuestra espiritualidad en la búsqueda de una estancia cómoda en la que reconfortar nuestro ánimo; quizá porque tenemos miedo a llenar de significado las grandes palabras; quizá porque seguimos sin aceptar que nuestra fragilidad es lo que nos conecta con la fragilidad de muchos otros; quizá…
No podemos pretender “echar vino nuevo en odres viejos” (Mt 9, 17). Una Iglesia en la que caben todos hay que construirla, hay que reformarla. También esa fue la invitación del Pontífice: “No esperen que la Iglesia les dé espacios: ¡conquístenlos!” (a mi parecer, un mensaje mucho más inclusivo que el primero). Y es que, como apuntó Cristóbal López, los pobres no siempre tienen espacio en esta Iglesia. Pero, además, las mujeres siguen siendo creyentes de clase B; con las voces disonantes con la tradición oficial cuesta la escucha; con los millones de personas que miran la fe con escepticismo o rechazo se dialoga poco; muchos laicos viven con dificultad su pertenencia a una institución clericalizada; muchos sacerdotes, religiosos y religiosas no encuentran siempre el apoyo que esperan de las instituciones o se sienten “castrados” por no poder vivir plenamente su afectividad dentro de las mismas; se trazan líneas rojas al paso de cristianos divorciados, homosexuales o aquellos que se abren a la revisión de cuestiones bioéticas; molestan en ocasiones colectivos cristianos de marcado tinte social o político; no solemos salir al encuentro de esa juventud alejada del horizonte religioso; en nuestro país se cuentan por millones las personas que viven su día a día ahogados por la economía, con dificultades para comer, para acceder a la vivienda, para ofrecer a sus hijos un futuro alentador y seguimos mirándoles, solamente, como beneficiarios de nuestra caridad… Estos y otros muchos son los que tienen razones para decir que en la Iglesia, para ellos, no hay todavía sitio. Estas y otras muchas voces son las que nos llaman a conquistar nuevos espacios.
Como cantara Pedro Guerra, “algo dirán los expulsados, los excluidos, los explotados, los no explicados, los extinguidos, los perseguidos, los perdidos, los prohibidos, las amarradas y adormecidas, las afectadas, las apagadas, las abusadas y aborrecidas, las repudiadas, las refugiadas…”.
Creo que este debería ser el verdadero reto sinodal: que sepamos establecer cauces de diálogo y sendas de reforma que hagan que la Iglesia, en una unidad real, sea verdadera imagen de la misericordia de Dios hacia la humanidad. Quizá, entonces, cabremos todos.
Conviene sacudirse el polvo.