El padre, en la misa, invitó en la oración de los fieles: “pidamos por las necesidades de los hombres”. ¿Y las necesidades de las mujeres?, pensé indignada. ¿Por qué excluirlas?
Es obvio que el padre tenía presente las necesidades de las mujeres y que usaba el lenguaje gramaticalmente correcto, que considera –supuestamente– que el género gramatical masculino engloba al femenino. El que yo misma usaba cuando no había caído en la cuenta de que este lenguaje es una trampa para invisibilizar a las mujeres. Más aún, que es una de las muchas injusticias que se cometen en el mundo patriarcal y por consiguiente androcéntrico.
Es decir, que gira alrededor de los hombres y oculta a las mujeres, como correspondía en un mundo pensado por los hombres en el que las mujeres eran pensadas por ellos, en función de ellos. En todo caso, la petición del padre en la misa no visibilizaba las necesidades de las mujeres.
Y es que en el español que hablamos, la palabra hombre se refiere exclusivamente al sexo masculino, a los varones, no a los seres humanos en general. No es neutro, como se pretende. Nadie pondría en duda que los baños para hombres no son para las mujeres –aunque se están introduciendo los baños compartidos para no discriminar a quienes no saben a cuál entrar– o que en la fila de hombres no se ubican las mujeres o que si en un recinto se invitara a los hombres a ponerse de pie, las mujeres se quedarían sentadas. Lo cual no es nuevo.
De pronto en el español escrito la palabra hombre pudo referirse al ser humano. Pero en el relato evangélico de la multiplicación de los panes no contaron a las mujeres ni a los niños al registrar cuántos comieron: ¡al fin y al cabo, ellas no contaban y no sé si reclamaron porque no se reconocera que también ellas habían comido!
En cambio, cuando se publicó la “Declaración de derechos del hombre y del ciudadano” de la Revolución Francesa, sí reclamaron porque no estaban reconocidos sus derechos y Olimpia de Gouges proclamó la “Declaración de derechos de la mujer y ciudadana”.
Repito que ingenuamente utilicé la palabra hombre en libros y artículos para referirme al ser humano.Lo hice sin reparo, pero hoy prefiero remplazar el término por “persona” o por “ser humano”, y preferiblemente en plural. O por “la humanidad”. O recurrir al llamado doblete: “hombres y mujeres”, “los y las responsables”, “mis nietas y mis nietos”, aunque a veces me demore y aumente el número de caracteres fijados en las políticas editoriales de una publicación.
Sé que la Real Academia Española califica esta práctica de artificiosa e innecesaria. Quizá desde el análisis gramatical, pero no desde la dimensión política del lenguaje que expresa una realidad: en este caso, la necesidad de hacer visibles a las mujeres, que es lo que busca el enfoque de género.
Lo que en buena hora intentó hacer el documento conclusivo de la V ConferenciaGeneral del Episcopado Latinoamericano–Documento de Aparecida–que en muchas de sus páginas recurre a los dobletes: “lo bendecimos por hacernos hijos e hijas suyos”, “hombres y mujeres de buena voluntad”, “abuelos y abuelas”, “hermanos y hermanas”, “fieles laicos y laicas”, “consagrados y consagradas”, por recordar solo algunos ejemplos, y “ser humano” en lugar del masculino hombre. Aunque por fuerza de la costumbre se cuele una que otra vez el uso tradicional.
Sé muy bien que esta práctica es criticada y objeto de burla. Sin embargo, estoy convencida de que no podemos caer en las trampas del lenguaje y asumir que el masculino hombre engloba a las mujeres. Como quien dice, que las necesidades de los hombres por las que el padre invitaba a pedir en la misa no engloban las necesidades de las mujeres.