Vino a quedarse una semana en mi casa. Necesitaba descansar, me dijo. Pasada la treintena larga, no tenía luz en la mirada, había perdido la ilusión de años atrás. La primera noche, cuando volví a cenar, habló y habló, perdiéndose en una maraña de palabras, sin orden ni concierto. “¿Qué has hecho esta tarde?”, le pregunté. “Nada, ver la tele y husmear un rato tus libros”. No estaba bien. El deseo de hablar de corazón a corazón se lo impedía no sé qué barrera interior. Al final, se hizo un resquicio de luz: “¿Me podrías dedicar un rato largo mañana para hablar?”. “Sí, pero ordena tus ideas esta noche”.
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Llevaba casi catorce años de sacerdote. Comenzó con el ímpetu de conquistar él solo el mundo. Pero la realidad es excesivamente tozuda y se nos olvida demasiado pronto que el Señor, al menos, nos envió de dos en dos para crear comunidades, Cuerpo de Cristo vivo. La teología la sabemos bien, a veces de memoria, pero hay una insistencia interior impertinente del “yo me lo guiso, yo me lo como”. Y si las cosas te salen más o menos bien, al final, aunque no lo verbalices dices: “Dios mío, no permitas que me baje del pedestal de mi humildad”. No hay paraíso sin serpiente.
Por la mañana, le entregaba un folio casi en blanco con una cita evangélica y una única pregunta. Al anochecer, le escuchaba y le solicitaba aclaraciones dejando fluir la vida. La tercera noche, como no podía ser de otra manera, salieron los consejos evangélicos. “Los curas no somos frailes”, se defendió. “Nunca pensé que el Señor hablase solo para frailes”, le contesté. Le dije que la pobreza, la castidad y la obediencia son como tres cerezas unidas por el mismo pedúnculo y no se pueden dar por separado. Y recordé la cantinela de mi infancia, cuando nos ofrecían una cereza del cesto: “A por una voy, dos vengáis y, si sois tres, no os caigáis”.
Camino de libertad y gracia
Hace más de treinta años escuché esto y me ha quedado como una cantinela: ser pobre es dar todo, vivir de la caridad, sin poseer nada, evitando todo lo que sobra. Ser casto es darse a todos, vivir de la misericordia, sin tiempo para uno mismo, sirviendo siempre. Ser obediente es darse todo, vivir de la humildad, sin desear nada por muy justificado que parezca. Ser sacerdote es vivir habitado por el Buen Pastor, ejerciendo la misericordia y el cuidado solícito sin esperar nada a cambio. Este es el camino sublime de la libertad y de la gracia para todos. ¡Ánimo y adelante!