Está claro que toda vocación tiene sus elementos de renuncia, pero también hay pequeñas y cotidianas situaciones que te confirman en la ventaja de haber hecho una opción de vida determinada. No me refiero a nada sublime ni metafísico, sino a ese inconfesable alivio que me produce ser religiosa cuando veo sufrir a unos padres lidiando como pueden con la pataleta de un niño en un centro comercial o cuando contemplo ese ritual de humillación pública al que parece que nos estamos acostumbrando y que algunos denominan “despedida de soltera”. Aún tengo que pensar si puedo introducir en esta pequeña lista personal ese proceso de validación que pasan los padres ante quienes podrían ser sus futuros yernos o nueras.
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El otro día, hablando de esta cuestión con un matrimonio amigo, me contaban cómo habían vivido la relación con quien había sido novio de su hija durante un tiempo. Hicieron un comentario al que le he dado vueltas durante estos días. Decían que, si bien no les correspondía a ellos valorar a las personas que sus hijos elegían como pareja, sí que podían constatar el efecto que esa relación producía en aquellos a los que conocen desde que nacieron. El criterio es tan sencillo como irrebatible, pues algo no va bien cuando la relación con alguien suscita una versión de nosotros mismos peor a la previa.
Jn 10,10
No estaría mal que, más allá de no tener que pasar ninguna validación parental, nos tomáramos el pulso en esto de qué provocamos en las personas con las que tratamos. Y es que, por mucho que hondeemos con fuerza la bandera del Evangelio, la prueba del nueve de que nuestra existencia desparrama la buena noticia de habernos encontrado con el Señor no será otra que comprobar si nuestro trato con los demás saca a la luz una versión mejorada de ellos mismos. Cuando en quienes nos rodean generamos confianza en ellos mismos, deseo de ser mejor persona, libertad “de la buena”, aceptación y cuidado de la fragilidad propia y ajena, anhelo de querer cada vez mejor a los otros… nos convertimos, de algún modo, en cómplices del Señor, aliados suyos en ese empeño de venir “para que tengan vida, y vida en abundancia” (Jn 10,10).
No importa si, por vocación, nos vamos a librar o no de pasar el mal trago de gestionar una rabieta infantil o si podremos rehuir o no atravesar ciertos ritos de iniciación social que hacen pasar vergüenza. Lo que sí será importante es cómo facilitamos o estorbamos que el otro saque lo mejor de sí mismo. Se trata de un criterio tan sencillo y tan irrefutable como para que Aquel que es Padre de todos no ponga demasiadas pegas en validarnos como buena compañía ¿no os parece?