Un Dios abandonado


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“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, ese grito de la Cruz que volvemos a escuchar esta Semana Santa nos lleva hacia el misterio más insondable. Si el mismo Jesús no hubiera pronunciado esas palabras jamás las hubiéramos podido imaginar en sus labios. Un tiempo después, San Pablo, en el comienzo de la vida de la Iglesia, nos lleva hacia el altar del “Dios desconocido”; siglos después, inaugurando nuestra era de desconcierto, Nietzsche nos mostraría a un “Dios muerto”; antes, mucho antes, el hijo del carpintero nos muestra algo más sorprendente todavía: un “Dios abandonado”.

¿Habrá sido esa la primera vez que Jesús usaba esa expresión? ¿no la habrá repetido, al menos en su corazón, en más de una ocasión? ¿Por qué podemos sospecharlo? Porque en los Evangelios vemos al Maestro en demasiadas oportunidades rodeado de incomprensión y soledad. Su mensaje de amor se estrellaba una y otra vez con el desconcierto de sus discípulos e incluso de aquellos que él prefería: los más pobres, los enfermos, los despreciados de la sociedad.

No, no era fácil hablar del amor de Dios y su misericordia en un mundo plagado de injusticias y dolencias en las que las palabras fácilmente podían entenderse como consuelos baratos y sin fundamento. Ni los milagros lograban atravesar las incomprensiones: lo querían hacer rey, lo querían un dirigente revolucionario, multiplicando el pan para todos y para siempre. No entendían lo que él quería decirles: que Dios es amor, que los pobres son bienaventurados, que los que lloran serán consolados, que el Reino ya estaba entre ellos.

Quizás poco a poco fue comprendiendo que había una sola manera de mostrar que Dios es amor, una sola manera de estar siempre cerca de todos aquellos desamparados que él tanto amaba, una sola manera de mostrarles que sus palabras no eran solo palabras. Quizás repitiéndose “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” fue descubriendo que era eso lo que debía hacer: compartir el abandono y las preguntas sin respuestas, ser uno de ellos, ser “contado entre los malhechores” (Mc 15,18). Sí, había una sola manera de que en este mundo sin esperanzas quedara flotando para siempre la única palabra capaz de cambiarlo todo: ¡Ha resucitado!

Entonces los discípulos entenderían y se dejarían llevar por el Espíritu, entonces aquellos hombres atemorizados y torpes descubrirían por qué ese Maestro que no comprendían los fascinaba de esa manera. Recién entonces, cuando la piedra que cubría el sepulcro fuera corrida, los pobres del mundo descubrirían que el abandonado por todos había resucitado en sus corazones y que realmente eran bienaventurados.