Aún recuerdo aquel dibujo con el rostro de un Cristo muy sonriente (al menos así lo tengo impreso en mi mente), sudoroso, cargando una cruz pesada, enorme, que avanzaba a contracorriente de una fila de autos, mientras los conductores le gritaban “vas en sentido contrario”. Esa imagen sin duda marcó mi vida a los 17 años en el que fue el primer encuentro en el que fui plenamente consciente de la presencia y la invitación del Señor para mi vida. Ese llamado de ir contracorriente sigue vigente, incluso hoy cuando tengo nuevos desafíos en mi vida y en mi servicio eclesial.
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Tengo temores como cualquiera, y uno de los más grandes es no encajar, aunque mi mayor miedo es vivir una vida incompleta, a medias, y ser un mediocre servidor del Señor; por ello, no queda otra opción más que abandonarme en sus brazos y dejarme guiar por Él, y en ese abandono encuentro mayor consolación… pero es consolación que viene con un llamado que me sacude y me arde internamente.
Son muchos los momentos que guardo de mi infancia. Soy de México, Guanajuato, León. Nací un 29 de agosto de 1977. Soy el segundo hijo de Rigoberto López (un médico de profesión) y María de la Luz (Su nombre en honor a la Virgen de la Luz, patrona de la ciudad). En total somos tres varones. Tengo unos padres amorosos, quienes han sido el verdadero ejemplo de compromiso, de belleza en la fragilidad, y de una vida plena y claroscura basada en el amor.
Jugaba por horas, imaginando mundos fantasiosos de esa época y creando en mi cabeza sueños por cumplir. En el jardín de la casa algunas veces no hubo una mascota común y corriente, tuvimos alguna vez una gallina o un borrego que las personas sencillas regalaron a mi padre por su atención y cuidado como médico. Mi padre siempre decía que estos son los verdaderos regalos que valen, sencillamente porque esos animalitos eran la expresión de gratitud profunda por el servicio que prestaba a personas sencillas, campesinos pobres de la zona a quienes atendía con una vocación preciosa.
Bitácora de un mochilero
Fui educado en el jardín de niños por las hermanas teresianas, de ellas tengo toda la fuerza de lo bueno y del amor por el camino de Jesús. Además he estado marcado por una profunda relación con la Compañía de Jesús que comenzó desde los 6 años y durante toda mi formación y hasta el grado y posgrado. Soñé con ser jugador profesional de fútbol. Sin embargo, a mis 18 años mi vida dio un giro. Era un jueves, almorzábamos todos, por alguna razón ese día mi papá se quedó en casa, pues los jueves los destinaba para reunirse con sus colegas. De repente me sentí muy mal, me recosté en el piso, vomité y broncoaspiré. De ahí no supe más, estuve durante algunos días en terapia intensiva, inconsciente o semi consciente.
No puedo decir que vi alguna luz al final del túnel; no recuerdo nada, aunque el cuerpo es muy sabio y tiene esos mecanismos de defensa para no quedarnos atrapados por esos momentos tan traumáticos. Estuve a punto de morir. Antes y en camino a la unidad de cuidados intensivos tuve convulsiones, dicen que 7 u 8. Allí estuvieron siempre mi madre y mi padre, gracias a él volví a nacer. Me mantuvo vivo con respiración artificial, incluso estuvieron a punto de hacerme una traqueotomía. La vida se nos va de las manos en un segundo, no es nuestra, es prestada y nos corresponde vivirla a toda plenitud tratando de encontrar ese para qué del sentido de nuestra vida.
Cuando recuerdo ese momento, solo se me cruzaron por la cabeza dos imágenes, la del Cristo cargando la cruz, alegre, sudando, yendo contracorriente, y la vaga escena donde recuerdo cómo pude haber muerto de un momento a otro y de manera fortuita. Así comencé a replantearme un nuevo plan (o a comenzar a buscarlo), me eché la mochila al hombro y viajé mucho. Tuve la fortuna de estar varias veces en Europa y en Sudamérica. Hice todo esto, creo que, como buscándome a mí mismo. También estuve en Estados Unidos, allí además de estudiar el idioma trabajé algunas veces lavando platos, como jardinero y como niñero. Viajar se convirtió para mí en una necesidad imperante de crecimiento personal, pero sobre todo de descubrimiento, de búsqueda.
Mi vagar por el mundo pasó de ser un mero pasatiempo a un medio de aprendizaje. Sin duda fue un estilo de vida cargado de una vivencia espiritual que he experimenté como ¨búsqueda de un sentido a través de la experiencia de salir y del acontecer diario del mochilero viajante”. Viajar se me presentó como un elemento que habría de confrontar, y eventualmente fortalecer, mi fe. Esto reafirmó mi compromiso con mi tierra, mi gente y mi familia.
Por supuesto en esos viajes de ‘mochilazo’ nadie te puede asegurar estabilidad, quizá pases de vez en cuando la noche en una estación de trenes o en un aeropuerto, incluso en la calle. Pero, ¿qué más da? si se tienen certezas tan extrañas y tan indiscutiblemente bellas de saber que en cada tierra visitada, donde nuestros ojos miran alrededor con temor y admiración, encontrarás siempre un rostro con una sonrisa que aún sin hablar el propio idioma muestra un total entendimiento entre dos identidades unidas por el espíritu de la búsqueda de la felicidad, una mirada que da sentido a tu camino largo.
Al rememorar estas historias peregrinas no puedo dejar de recordar cómo ellas me trapian de regreso a mi gente, tierra y familia para devolver algo de todo lo bueno que Dios me ha dado. No importan las distancias, lo esencial radica en el valor de los ideales, el mío se ha ido configurando en el servicio. Entendí que darme espacio para ver las cosas desde fuera, y así combatir la rutina o ser atrapado por el “deber ser” o las expectativas de otros, me llevó a un autoconocimiento desde el respeto, sentido de igualdad, compromiso y convicción de construir posibilidades de felicidad en nuestro lugar y en donde quiera que nos encontremos.
Sal de aquí
Confieso: no estaba seguro de qué estudiar. Estaba claro en mi objetivo mayor de querer servir, pero no sabía exactamente cómo, y me sentía un tanto inmaduro e inexperto para estudiar Ciencias Sociales. Me decidí por la administración con el deseo de comprometerme en proyectos sociales, pensé mucho en mis maestros y hermanos los jesuitas cuando hacía este discernimiento. La administración desde el enfoque social, en efecto, ha sido un gran apoyo para mí. Me preocupaba cómo los grandes proyectos de la Iglesia tantas veces estaban centrados en las personas, y se caían cuando el fundador o fundadora se retiraban o morían.
Mi primer contacto con los ejercicios espirituales de San Ignacio fue en un taller de Liderazgo Pastoral. Con la fuerza de un llamado a hacer un discernimiento vocacional entendí que ya estaba el camino dispuesto, y con todos los medios, para tratar de avanzar en mi anhelo de ir descubriendo el proyecto mayor del Reino. Decidí hacer un diplomado de teología para laicos, propiciado por la CVX. Allí conocí a quien fue mi mentor, maestro, amigo y padre espiritual: José Luis Caravias, un extraordinario biblista popular que me marcó para siempre, y que sigue vivo en mi corazón aunque ya no está con nosotros físicamente. Nos dijo: “quiero que ustedes tengan los mejores profesores jesuitas para abrazar su identidad laical, para hacer la diferencia desde un enfoque laical, acoger el Concilio Vaticano II y hacerlo vida en donde sea que estén”.
Después de esto, comencé una maestría en desarrollo humano, en la Universidad Iberoamericana de Puebla, pero nunca me gradué por rebelde, no me interesa el cartón, sino las herramientas que me han servido enormemente en el acompañamiento de procesos comunitarios y de personas concretas desde esta mirada de psicología humanista.
Lo cierto es que después de unos años terminé siendo profesor de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), donde sí culminé una maestría en ciencias sociales con mención en territorialidad. Ahí se marcó muy fuertemente también esa convicción encarnada del proyecto eclesial en clave de identidades territoriales y culturales.
Me encantaba dar clases, no obstante lo sentía como un camino cerrado en mí mismo. Es decir, ahí se interpretan y usan las realidades de los otros para interpretarlas y producir notables publicaciones, sin que nada cambie para las personas en la mayoría de los casos. Yo venía de un camino de trabajo y colaboración muy cercano a la gente en los años que pasé en el trabajo en un barrio de la Ciudad de México. Algo faltaba, no era completamente feliz. Ya en el curso de teología latinoamericana con la CVX me había confrontado sobre la realidad de desigualdad y la mirada del Cristo encarnado en medio de esas realidades; algo más fuerte me decía por dentro: ¡sal de aquí!
Me enamoré de la Amazonía
Estos derroteros me llevaron a conocer a Ana Lucía, mi compañera y gran amor. Nos conocimos en los espacios de la Compañía de Jesús y de la comunidad CVX. Nos casamos un 26 de abril de 2008 tras casi cuatro años de noviazgo, y una valiente decisión de ella de dejar su país, Ecuador, para ir a mi México. Luego decidimos radicarnos en su tierra, Ecuador. Varios factores incidieron, en especial, un proyecto de trabajo con población migrante en la frontera de México con Estados Unidos que no se concretó.
Ecuador siempre me había atraído, lo conocía por Analú, y por las varias visitas que hicimos juntos. Mientras cursaba la maestría en la Flacso, empecé a escuchar sobre la Amazonía. El tema de la ecología integral estaba encontrando su sitio y el compromiso con el medio ambiente y pueblos indígenas ya venía moviendo mi corazón desde los espacios de redes de los jesuitas y en mi trabajo de incidencia internacional con la CVX.
Corría el año 2011. Todo comenzó en Cáritas Ecuador, el sitio que se convirtió en mi casa desde entonces, y lo sigue siendo de modo distinto hasta el día de hoy. Me enviaron a la Amazonía como un gesto de novatada para el recién llegado (casi como un castigo de ir a donde otros no querían ir), cuando en realidad mi corazón anhelaba profundamente ese encuentro con el territorio, sus pueblos, y la compleja y hermosa misión de la Iglesia en ese lugar. En ese mismo tiempo encontré la más grande inspiración de un Equipo Itinerante Panamazónico que marcó mi vida, y nuestros corazones se unieron desde entonces. Me enamoré del proyecto. Compartir con misioneros, encarnarme con los pueblos originarios, guardianes de la selva, fue para mí como abrazar la idea de una Iglesia plenamente itinerante, que va por los ríos con pocos recursos, pero con la convicción del encuentro y la presencia que acompaña la vida. Se conectaba con mi propio anhelo que estaba en mi corazón desde hace muchos años.
Iniciamos un diagnóstico en los seis vicariatos Amazónicos de Ecuador. Escuchamos los clamores de sus comunidades y de los miembros de la Iglesia, y definimos horizontes comunes para tejer conjuntamente. De este modo, en abril del 2013 convocamos un primer encuentro sobre Panamazonía y la Amazonía ecuatoriana. Creo que algunos pensaron que estábamos locos en pretender conectar esa realidad inmensa de todo el bioma con la pequeña porción del Ecuador. La necesidad que se confirmaba ahí, a la luz de décadas de caminos ya recorridos, de ser un solo cuerpo, un solo bioma, entre 9 países de la cuenca amazónica, terminó por dar cuerpo a la Red Eclesial Panamazónica (Repam). Convocamos al propio Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam). Dirigí una carta a Monseñor Pedro Barreto que presidía su Departamento de Justicia y Solidaridad. No lo conocía directamente, pero sabía que era un gran Jesuita, y que había sido muy cercano a la CVX.
Yo me acuerdo –y él lo recuerda también– que le escribí una carta tan convincente que no podía decir no. Ya el Papa había sido electo un mes antes, y había abordado temas relacionados con la Ecología y la Amazonía. Monseñor Barreto aceptó venir a ese encuentro aunque estaba con mil cosas. Recuerdo que invitamos a las Cáritas de otras regiones y de los distintos países de la cuenca amazónica, al equipo itinerante Panamazónico que había sembrado esa primera semilla, instituciones como el Consejo Indigenista Misionero, congregaciones religiosas como los Consolatos, Franciscanos, Capuchinos, Maristas, Salesianos, Carmelitas, todos reunidos, con gente de los pueblos indígenas, para pensar en el futuro de la Amazonía como territorio, y ahí se encendió un fuego que desde entonces no ha parado de dar luz, a pesar de las muchas dificultades y desafíos.
De algo estoy seguro, la Red Eclesial Panamazónica ya venía gestándose desde hace tiempo. Desde los planteamientos del Concilio Vaticano II y de encuentros que datan de hace casi 50 años. Ya había claras intuiciones y orientaciones sobre la misión en común para la Amazonía, como en el documento de Aparecida en 2007. Nosotros lo que logramos fue descifrar la coyuntura, unir la diversidad de instituciones y fuerzas, y disponernos en alma y vida para servir, ser puentes, llevar adelante esta idea, y así fue que empezamos a tejer una red que hasta hoy nos da mucha esperanza, mucha luz. Más adelante ahondaré en ello.
La vida tiene la última palabra
En definitiva, soy un eslabón de tantas personas que me han dado tanto. Ahora intento repartir y compartir lo recibido. Me encanta verme así: pequeño, inacabado, frágil, pero profundamente bendecido. Tengo tanta pasión por las cosas que hago, en ese sentido soy un apasionado. Por ello, me siento bendecido por tener una compañera que me ha cuidado, que me ha acompañado, sin ella estaría perdido; cuando estoy con la mirada fuera del centro, sin saber para dónde ir, ella me pone pies a tierra. Comprende y comparte este estilo de vida que asumimos como vocación en común, por eso doy gracias a Dios por esa persona maravillosa.
Como hijo me siento muy nostálgico por estar lejos de mi país, de mi tierra. Yo sé que mis padres me enseñaron a volar con el testimonio y el ejemplo que me dieron, con su perdón, con el cuidado. Soy un hijo queriendo agradecer con mi vida lo que ellos me han dado. Ellos confían mucho en mí en las situaciones difíciles, dialogamos mucho.
Asimismo, creo que con cada paso que doy por la vida, me he encontrado con personas maravillosas que me han marcado para siempre. Me gustaría en este momento ser realmente coherente con todo lo que hablo, no sólo preguntarme sobre el qué hacer, sino sobre el espíritu que sostiene lo que hacemos, lo que nos permite levantarnos en los múltiples momentos de fragilidad y ruptura. En esto el Papa Francisco está haciendo un importante papel, como él, me pregunto qué estamos haciendo nosotros para sostener ese proyecto de Reino en la tierra. Necesitamos como Iglesia reconocernos a nosotros mismos como parte de un momento inédito en el que estamos llamados a cambiar la realidad.
Como un ‘inconforme esperanzado’ tengo una convicción por el Reino, una certeza de una conversión eclesial en la cual he de aportar mi pequeño grano. Siento una fuerte indignación por la realidad, pero me descubro como un soñador siempre, porque sabemos que las cosas pueden y deben cambiar. La injusticia no puede seguir así, y por ello profundamente esperanzado abrazo la certeza de que la vida tiene la última palabra”.
Por Mauricio López Oropeza. Director del Centro de redes y acción pastoral del Celam