Un libro, un cielo, un barco o saber qué hicimos mal


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Tras la escucha atenta de la Tierra y sus voces ancestrales, la segunda invitación del papa Francisco es a una revisión autocrítica de nuestra historia institucional. La llamada a la conversión del corazón es una constante que resuena a lo largo del Evangelio. Fue ya el centro teológico de la predicación de los profetas, de Juan el Bautista y del Nazareno, y marcó al grupo primitivo de los doce.

Jesús de Nazaret nunca dejó de cuestionar los modos de sus discípulos, de llamarlos a una conversión constante, de proponerles un nivel de exigencia ética mayor, alejado del fariseísmo y de la corrupción oficial del templo. No obstante, la Iglesia católica se fue olvidando de la revisión autocrítica, tan volcada como estaba en el fragor apologético de su gloria, mientras veía crecer su poder y su influencia en el mundo.

papa Francisco viaje apostólico a Colombia 6-10 septiembre 2017 misa en Catama Villavicencio

El papa Francisco con una delegación de los pueblos indígenas, durante la misa celebrada en Villavicencio en el marco del viaje apostólico a Colombia en septiembre de 2017

Reconocer honestamente la parte de culpa que nos corresponde y asumirla es el primer paso hacia la conversión. Hoy, solo los sectores más temerosos, herederos de aquellos mismos fariseos, siguen entendiendo la autocrítica como una debilidad inasumible.

Esa autocomplacencia ciega fue siempre el peor de nuestros males. Cuando reivindicamos –sin que nos falte razón– el peso de la cristiandad en la construcción de Occidente, es bueno también reconocer que ese peso no fue siempre la polea de un impulso social. Muchas veces fue también el lastre que frenó los avances de la ciencia, bendijo los abusos de las monarquías absolutas y se expandió de la mano del colonialismo comercial.

Y si me permiten ir un poco más allá en el análisis, la huella del cristianismo en la crisis ecológica que sufrimos hoy es demasiado patente como para no considerarla. Tres pinceladas solo, a modo de ejemplo:

1. Un libro

El mandato del Génesis de “creced y multiplicaos y dominad la Tierra” (Gen 1, 26-30) nos condujo a la concepción literal, antropológicamente perniciosa, de un planeta puesto al servicio de nuestros apetitos de especie, un plato servido en la mesa de nuestra más caprichosa voracidad.

El mito judeocristiano de la creación marcó desde el principio un extraño enfrentamiento hombre-naturaleza que no estaba presente en otras religiones “paganas”, más integradoras, quizá con la sola excepción del zoroastrismo.

Tampoco lo estaba, desde luego, en la predicación nómada de Jesús de Nazaret, un hombre que, para hablar de la fe, pensaba en la germinación de las semillas, que instituyó la Eucaristía bajo las especies botánicas de la vid y el trigo, que cavaba y abonaba toda higuera estéril, que podía quedar fascinado al ver la arquitectura flexible de una caña doblándose al viento del desierto y que, cuando quería un ejemplo de grandiosidad en la belleza, pensaba en los lirios del campo y en la trama inigualable de sus pétalos: “Ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos” (Lc 12, 27).

2. Un cielo

El menosprecio medieval por la vida terrena en espera de un reino ultraterreno nos hizo mirar al cielo y olvidarnos del suelo, que es donde estamos invitados a implantarlo. La Tierra quedaba solo relegada a un territorio de paso, un terreno extranjero y provisional que nos coloca a los creyentes en un perpetuo éxodo. El planeta Tierra no merecía mayor atención teológica.

Nuestra religión ha vivido mucho tiempo de espaldas a la Tierra. Tardamos en darnos cuenta de que el “reino de los cielos” (y, al decirlo, nuestro índice señalaba enhiesto en dirección hacia la estratosfera) no es un reino extraterrestre, un recoveco sideral alejado del barro de nuestras miserias o del grito de nuestros dolores, no es un lugar perdido en las nubes donde solo se escucha el aleteo de fuego de los arcángeles y el trino andrógino de los serafines.

La Tierra prometida será ese espacio habitable, acogedor e inclusivo que estamos invitados a levantar entre todos. El reino está ya aquí, desde que Jesús de Nazaret plantó en la Tierra las semillas de esta utopía de fraternidad. No es un reino que vendrá del cielo ni tampoco un espacio diferente a este: ya está aquí, en el corazón de quienes lo esperan (Lc 17, 20-21).

3. Un barco

Por último, la difusión renacentista de la fe de la mano de las empresas de expansión comercial nos puso, sin demasiada reflexión, del lado del expolio y de los expoliadores. Tardamos tiempo en escuchar las voces de advertencia de fray Bartolomé de las Casas o de san Pedro Claver y en ver reflejada nuestra misma dignidad de hombres y mujeres en el rostro de aquellos indígenas asalvajados.

En 1550, en el Colegio de San Gregorio de Valladolid se enfrentaron estos dos modos de entender al indio: ¿hijos de Dios o sujetos de explotación y comercio? Entristece pensar que no fue posible llegar a un acuerdo sobre si los indios tenían alma, si eran sujetos de derechos y si merecían o no el respeto con que nos reviste la dignidad humana.

Incluso tras la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, todavía hubo que esperar al Concilio Vaticano II para escuchar una construcción teológica unánime y clara de la Doctrina Social de la Iglesia. Y no fue hasta 2015, con la encíclica ‘Laudato si’’, del papa Francisco, cuando vimos por primera vez la teoría ecológica vinculada teológicamente a la cuestión social.

Hoy se nos antoja profético el pensamiento del jesuita francés Teilhard de Chardin, que había sido cuestionado y silenciado por el Santo Oficio en 1962. Muchas de sus ideas, que pudieron asustar entonces a sus contemporáneos, con la luz deslumbrante de su profetismo, parece que rebrotaron tras el invierno eclesial e impregnan hoy las mejores páginas de ‘Gaudium et Spes’ y de ‘Laudato si’. Así son las delicias de la primavera.