Un Pacto Educativo Global como medio para la amistad social en un mundo roto


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“Todos los hombres, de cualquier raza, condición y edad, por poseer la dignidad de persona, tienen derecho inalienable a una educación que responda al propio fin, al propio carácter, al diferente sexo, y acomodada a la cultura y a las tradiciones patrias, y al mismo tiempo, abierta a las relaciones fraternas con otros pueblos, para fomentar en la tierra la unidad verdadera y la paz” Concilio Vaticano II – CVII. Declaración sobre la Educación Cristiana de la Juventud (octubre, 1965).

Hace más de 55 años, en el marco del parteaguas que ha representado el Concilio Vaticano II, la Iglesia ya afirmaba con fuerza y claridad el sentido universal de la educación, su peso y valor ético no negociable y, sobre todo, su aporte para la construcción de la sociedad; de una ciudadanía eventualmente capaz de construir un mundo justo y solidario, y la importancia del reconocimiento y respeto de la diversidad.



Si bien la sensación, hoy como entonces, es de que estamos todavía muy lejos de alcanzar el sueño anhelado, precisamente por ello es imperativo seguir impulsando esta reforma estructural desde las raíces, buscando que tenga siempre aroma y color de Evangelio.

Ciertamente algunas expresiones y categorías se han desarrollado con más fuerza y pertinencia, gracias al avance de nuestras sociedades, los postulados esenciales de la Declaración del CVII sobre la Educación tienen un valor innegable hoy.

Especialmente en el marco de la discusión sobre el Pacto Educativo Global – PEG, tan central en el Pontificado de Francisco, y del que hablaremos más adelante. El tono en el que se escribe este documento del CVII es fiel al sentido de todo el discernimiento Conciliar, y expresa una profunda comunión con la propia Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Documento de vital importancia para todo el planeta, y su proyecto de configuración en un modo más equitativo y justo, desde su promulgación en 1948, 15 años antes del inicio del II Concilio.

Imposible no percibir el intento de diálogo de la Iglesia Católica con el espíritu del Artículo 26 de esta Declaración sobre DDHH:

“Toda persona tiene derecho a la educación… La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos, y promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz”.

El Concilio Vaticano II ha planteado, entre tantas otros caminos de reforma, el afirmar la necesidad de la Iglesia de responder ante los graves signos de los tiempos que aquejan a la humanidad pues nada verdaderamente humano es ajeno a Dios.

También de reconocer su proyecto encarnado en este tiempo de cambio que continua hasta hoy; y el llamado a no ser arrastrados por la angustia y el sinsentido, sino abrazar la realidad actual y ser parte de la solución tejiendo un proceso Reinocéntrico como el propio Jesús nos enseñó.

Se trata de un proyecto a ser construido en solidaridad, fraternidad y justicia, con una mirada especial sobre los múltiples excluidos de ayer y hoy, esos descartables que para muchos poderes vigentes no son sujetos, sino objetos a su disposición para perpetuar su proyecto autorreferencial.

Buscamos, y estamos llamados a trabajar todos los días para ello, un camino distinto donde sobreabunde la fuerza de la esperanza en la humanidad, y que propicie más y más una Iglesia legítima y relevante en medio de este mundo, sus gritos y sus esperanzas.

Pacto Educativo

El papel de la Iglesia en la Educación

En ese contexto, la educación en general, y todas las muchas instancias de la Iglesia Católica que trabajan para este objetivo, son medios imprescindibles para reconstruir el tejido social y proclamar el camino a otro mundo posible.

Uno donde haya cabida para las distintas miradas e identidades, donde la diversidad sea expresión viva del rostro pluri-forme de Dios mismo, y como mecanismo de contraposición frente los múltiples proyectos de muerte cotidiana que pesan sobre tantos hermanas y hermanos de nuestro tiempo.

Ya decía Hans Küng, invaluable teólogo del Vaticano II y que hace pocos días volvía a la casa del Padre luego de un camino de relaciones complejas con su Iglesia, en su icónica obra “Ser cristiano” de 1974 que: “Siguiendo a Cristo Jesús, el hombre puede en el mundo actual  vivir, actuar, sufrir y morir realmente como hombre: sostenido por Dios y ayudando a los demás en la dicha y en la desdicha, en la vida y en la muerte”.

En lo propio de la educación como herramienta liberadora Küng decía que Dios mismo se solidariza con los fracasos y las alegrías del ser humano, no pide, sino da, y se da; no oprime, sino libera; es expresión de la gracia sin condiciones.

Es desde estas premisas que el Papa Francisco ha propuesto el Pacto Educativo Global -PEG, uno que se entiende como medio para esta impostergable liberación, y como camino a la gracia negada para tantas mujeres y hombres en todo el mundo como consecuencia de una inequidad estructural creciente e inmisericorde.

El PEG, según palabras de Francisco, es una “invitación para dialogar sobre el modo en que estamos construyendo el futuro del planeta y sobre la necesidad de invertir los talentos de todos, porque cada cambio requiere un camino educativo que haga madurar una sociedad universal y una sociedad más acogedora”.

Es un camino a reconstruir el tejido social, de crear una aldea educativa en este cambio de época, y como él mismo dice: en un imparable tiempo de rapidación. En este Pacto en construcción, el ser humano y todo ser humano, y su inalienable dignidad como tal, debe estar inexorablemente en el centro.

El cambio societal solo podrá darse sobre la base de los cimientos de un proyecto educativo transformador y viable, y uno que denuncie la inequidad global, pero que anuncie la esperanza en el Reino.

De hecho, la última Encíclica Papal: Fratelli Tutti, del año pasado (octubre, 2020), es un amplio tratado sobre la necesidad de soñar, y trabajar con eficacia apostólica y capacidad técnica, para construir ese otro mundo posible paso a paso. El amor de Dios es una comunicación activa, renovadora y movilizadora, y que al modo de San Francisco de Asís es un llamado al acercamiento, a una projimidad verdadera con los otros hermanos y seres sin una pretensión de retener, dominar o poseer.

Una irrevocable ruptura epistemológica

Para ello, debemos hacernos pequeños, frágiles servidores, y reconocer la igual dignidad de todas las personas, lo cual permita comprender el llamado ineludible a ser partícipes de la construcción de un mundo donde esta premisa sea imposible de negarse. Llamados a vivir como hermanos y hermanas.

Por ello el binomio: Pacto Educativo Global, como propuesta concreta, y la Encíclica Fratelli Tutti, como principio universal, se tornan en el instrumental necesario para remar aguas adentro y a contracorriente.

Nuestras instituciones educativas, sobre todo las de educación superior que trabajan directamente en la definición o redefinición de las estructuras de la sociedad, deben caminar hacia una irrevocable ruptura epistemológica, al menos en la perspectiva integral de sus proyectos fragmentados.

La educación superior debe superar toda actitud de privilegio o superioridad, para escuchar las voces nítidas de los pueblos, que han de ser sus primeros y más importantes interlocutores de manera directa o indirecta, y que la función educativa sea un puente para que ellos, sobre todo los más vulnerados, puedan tener vida y vida en abundancia.

Toda tarea educativa que incluye hábitos solidarios, capacidad de pensar la vida de manera integral y profundidad espiritual, producirá otro tipo de relaciones humanas. Se necesita un Pacto Educativo que afirme la más alta expresión de política, que favorezca el diálogo interdisciplinario, el acercamiento de lo diferente y la afirmación de la diversidad, y que haga posible la más contundente “metanoia” y una dolorosa “ruptura epistemológica” que han de someterse al hermoso y lejano ethos de la “otredad”.

Es tiempo de un cambio radical de corazón en cada persona, de hacer nacer una nueva comunitariedad, y por tanto, de abrir nuevos caminos hacia una reforma societal que nos aproxime progresivamente al sueño que el Dios mayor tiene para toda su creación y para todos sus hijos e hijas.

La vida es el arte del encuentro, aunque haya tanto desencuentro por la vida” (FT 215)