A final de esta semana, una dramática intervención papal tuvo lugar en una importante archidiócesis de la India. A través de la Congregación para las Iglesias Orientales, el papa Francisco ha descabezado al cardenal en ejercicio imponiendo un administrador propio, encargándole la tarea de llegar hasta el fondo de un escándalo financiero y de gestionar la división tóxica dentro del clero de esa diócesis.
El lenguaje utilizado en las instrucciones enviadas al nuevo administrador son notables por su fiereza: el cardenal George Alencherry, acusado de orquestar operaciones inmobiliarias que han llevado a la pérdida de más de 10 millones de dólares, “no puede estar implicado en las decisiones” en su propia diócesis. Este alarde de músculo papal es solo un ejemplo reciente de que Francisco ha conseguido hacerse presente en cualquier Iglesia local del mundo.
A comienzo de este año, Francisco nombro un nuevo obispo para la conflictiva diócesis nigeriana de Ahiara para sustituir al nombrado en 2012 por Benedicto XVI y que nunca pudo tomar posesión pues no era de la misma étnia lingüística ni cultural que la mayoría de la población católica. Esa decisión se tomó tras exigir Francisco que cada sacerdote de la diócesis escribiera personalmente para pedir perdón por su actitud desafiante y amenazándoles con la suspensión si no cumplían.
Tomó las riendas en el caso Barros
Como es bien sabido, también tomó las riendas del asunto Barros en Chile, donde un escándalo de abusos sexuales por parte de clérigos se convirtió en ineludible para el Pontífice. Se ha visto con dos grupos de víctimas chilenas y sacerdotes que trabajaron con ellos y el mes pasado reunió a todos los obispos del país en Roma para una cumbre extraordinaria de tres días. Dicha cumbre terminó con la presentación por parte de los obispos chilenos de sus renuncias en masa. Desde entonces, Francisco ha admitido tres de estas renuncias, incluyendo la de Juan Barros, cuyo nombramiento como obispo de la diócesis de Osorno puso la pelota de la crisis en juego.
Más recientemente, el Vaticano, bajo la batuta de Francisco, informó a los obispos alemanes que un borrador aprobado por las tres cuartas partes del episcopado, allanando el camino para la intercomunión de los esposos protestantes, es prematuro y no puede ser publicado como ellos quieren. En el avión papal volviendo de Ginebra, Francisco dejó claro que cuando el arzobispo español Luis Ladaria, jesuita y prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, comunicó el “no” a los obispos alemanes, lo hizo con el permiso y la aprobación explícita del Papa.
En sus comentarios a la prensa en el avión, Francisco comentó que un problema con la propuesta alemana es que asume que son las conferencias episcopales las que deciden sobre la intercomunión, cuando realmente es el obispo local el que decide lo que es permisible bajo los límites marcados por la Ley de la Iglesia.
Insiste en la obediencia
En otras palabras, hemos visto varios ejemplos en los que Francisco ha admitido todo menos el criterio de la Iglesia local, por lo menos en asuntos concretos, dando instrucciones y dibujando líneas de acción, e insistiendo en la obediencia. La ironía es, por supuesto, que Francisco también es el papa que continuamente predica la necesidad de una “sana descentralización” en el catolicismo, y al que le encanta insistir que no todas las preguntas en la Iglesia necesitan ser contestadas en Roma.
Dado su pasado en el CELAM, no sorprende que Francisco ensalce continuamente la importancia de las conferencias episcopales y la Iglesia local. Como signo de ese compromiso, ya es habitual ver que muchas de sus notas al pie no son sobre documentos papales anteriores, sino sobre textos publicados por las conferencias episcopales de todo el mundo. En octubre de 2017, Francisco decretó que, de ahora en adelante, la responsabilidad de tomar decisiones sobre la traducción litúrgica pasará de Roma a los obispos locales y las conferencias episcopales. Considera esa maniobra como una aplicación lógica del Concilio Vaticano II, para el que el principio de colegialidad o la autoridad compartida fue un pilar definitorio.
Entonces, ¿qué? No es solo que Francisco se haya ocupado de los problemas locales, sino que en los últimos meses, parece que está más que predispuesto a seguir haciéndolo… La única conclusión posible es que, a veces, un papa no puede evitar ser papa.
En última instancia, una extensa comunidad de 1.400 millones repartido por cualquier recoveco del planeta experimenta fuerzas centrífugas increíblemente poderosas. Si la unidad del catolicismo no es otra cosa que una idea, alguien debe tener, no solo la altura moral, sino también la autoridad para mantener las cosas unidas.
Francisco ha decidido claramente que por mucho que él desee que las iglesias locales puedan funcionar de manera independiente, habrá veces en las que tendrá que actuar. Y es ahí, quizá, donde reside una importante lección para los críticos del imperialismo papal: seguro, el sistema necesita reformas, pero si no tuviéramos al papa, probablemente tendríamos que inventarlo.