En el marco del lanzamiento de un nuevo libro sobre el papa Francisco y la “diplomacia de la misericordia”, el padre Antonio Spadaro, director de la revista ‘La Civilitá Cattolica y coordinador de la citada obra, expresó que el pontificado de Francisco no es “simpático”, sino “dramático y profético”; y explicó por qué: “porque provoca que salgan los espíritus buenos y los malos”.
La frase abre una serie de interrogantes sobre los que parece enriquecedor reflexionar cuando falta poco tiempo para que se cumplan cinco años de esta nueva etapa en la vida de la Iglesia. En primer lugar: ¿por qué es necesario aclarar que el pontificado actual no es “simpático”? ¿Es acaso eso lo que se espera de un Papa? Si se atiende a la prensa y sus titulares, o a los comentarios periodísticos en la televisión o la radio, o los no tan periodísticos en las redes sociales, se descubre fácilmente la tendencia a presentar al Papa como simpático o antipático.
Hay un inmenso coro dispuesto siempre a aplaudir sus ocurrencias y gestos originales; son los mismos que permanecen serios y distantes cuando sus palabras son advertencias que invitan a modificar actitudes o conceptos, o cuando su rostro se vuelve por momentos serio y apesadumbrado. Los medios en general valoran sus simpatías y silencian denuncias y advertencias. Se espera que el Papa sea simpático, y si no lo es, se instala de inmediato un clima de desconcierto y hasta se sospecha. Su simpatía no hay que explicarla, es eso lo que “el Papa debe ser”, sus otras actitudes abren un torrente de interpretaciones y especulaciones.
En esta época en la que vivimos rodeados de una ruidosa feria de ofertas “religiosas” para todos los gustos, lo que “vende”, o lo que la gente está dispuesta a “comprar”, es una religiosidad mágica que no agregue más problemas a los que ya hay, al contrario, que ofrezca soluciones rápidas y que impliquen el menor esfuerzo posible. Pero esas propuestas no provienen solamente de sectas u organizaciones ajenas a la Iglesia, también desde muchas comunidades eclesiales se proponen ese tipo de soluciones.
Y más profundo aún: si la misma catequesis nos propone un Dios bonachón de quien se puede ser amigo, y parlotear con él como se lo hace con los compañeros de trabajo o de deporte, es decir, un Dios “simpático”, ¿cómo no va a ser simpático el Papa? ¿Cómo no me van a atender bien en la parroquia? ¿Cómo el cura va a estar de mal humor? Para algunos ambientes la Iglesia ideal sería una Iglesia atendida por sonrientes azafatas.
Spadaro agrega: lo que hace Francisco no es “simpático” sino “dramático y profético”. Es decir, quien conduce a la Iglesia no está ahí para “caerle bien a la gente” sino para acompañar los muchos dramas, tantas veces trágicos, de nuestro tiempo. No está ahí para decir lo que se quiere escuchar sino para pronunciar palabras proféticas. El profeta no es el que adivina el futuro sino el que mira la profundidad de lo que ocurre en el presente y a partir de ahí habla de lo que se avecina. El Papa no mira la televisión, habla de las raíces de esas imágenes que se ven en la televisión y que los televidentes no quieren ver, o al menos no quieren que se las muestre el Papa. Prefieren que su blanca figura forme parte del show, que cumpla su papel, que sea “simpático”.
Detrás de esa demanda de religiosidad barata y superficial, que, hay que repetirlo, en demasiadas ocasiones también estimulada por ambientes eclesiales, es fácil de reconocer una “imagen de Dios”: un Dios simpático y banal. De la misma manera, detrás de la figura “dramática y profética” se puede adivinar otra imagen: la del Maestro de Nazaret “un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo” (Lc. 24,19); alguien comprometido con su tiempo y con su pueblo, que puso de manifiesto “claramente los pensamientos íntimos de muchos” (Lc 2,35), un profeta que no derrochaba simpatía, sino amor.