Mi estancia en el hospital Reina Sofía de Tudela, adonde llegué el 1 de septiembre de 2020, en plena pandemia, toca a su fin. He trasladado mi plaza a Zaragoza, la ciudad donde nací y estudié medicina, y en la que apenas he trabajado de médico. En una de esas cabriolas inesperadas de la vida, parece que concluiré mi trayectoria profesional en ella.
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Solo tengo palabras de agradecimiento para el hospital de Tudela: aquí aprendí a tratar la Covid-19, viví la enfermedad en todas sus facetas y recuperé la medicina interna general, tras más de una década dedicado a enfermedades neurológicas. He trabajado con algunos profesionales excelentes y he visto desfilar a numerosos colegas de diversas edades en un centro que, si bien tiene un staff consolidado, conoce un alto recambio de médicos.
Sin complejos ni adornos
Sobre todo, he conocido un centro sin complejos ni adornos, donde la gran mayoría de profesionales sanitarios de diversos estamentos van a trabajar y no se quejan por ello ni tuercen el gesto cuando hay que arrimar el hombro o ir un poco más allá de lo esperado o establecido. Un hospital que funciona, sin excesivas demoras y con un alto grado de colaboración entre colegas. Como todas las instituciones, tiene problemas y áreas de mejora, pero los logros superan con mucho las carencias.
Tiene también retos y amenazas en el actual momento sociopolítico, pero quizás comente sobre eso en una entrada futura. En lo que a mí respecta, considero un privilegio haber pertenecido a la plantilla médica del hospital durante estos años y, si marcho, no es por estar a disgusto, sino por el desgaste de las dos horas diarias de viaje en coche.
Sentimiento de orfandad
Llegado el momento de despedirse, quizás lo que más cuesta es dejar pacientes de consultas que he visitado en diversas ocasiones y han confiado en su médico. De algún modo, aunque queden en manos de otro profesional competente, se produce una cierta orfandad que deja mal sabor de boca en el que marcha.
En mi última consulta, sin ir más lejos, una paciente oncológica me expresó su agradecimiento por la atención recibida y me dio un abrazo, que devolví sin dudarlo, en esa comunión sin palabras que se produce entre dos seres humanos que han compartido un tiempo de dificultad. Las enfermeras de la planta me han regalado una taza con mi nombre y tendré una comida con algunos colegas. Así, cerraré una etapa más en mi recorrido profesional, un nuevo puerto en la singladura hacia Ítaca, y les aseguro que la inmensa mayoría de mis recuerdos del Reina Sofía serán más que buenos.
Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos.