David Luque, Profesor en Universidad Complutense de Madrid
Profesor en Universidad Complutense de Madrid

Una herida negra


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Señor,



apenas me senté después de almorzar para tomar un café cuando apareció en las noticias otro reportaje sobre abusos sexuales en la Iglesia católica española. Informaba sobre la iniciativa promovida por algunos partidos políticos para iniciar una comisión que investigue todos los casos que han existido en nuestro país, dada la indecisión de la jerarquía –así la llaman–. El reportaje venía ilustrado con el testimonio estremecedor de una víctima ya adulta. Ah, Señor, qué difícil es pensar cuando uno tiene una herida negra que sangra y sangra.

Creo de todo corazón que el hecho de que se sepa quiénes son todas las víctimas y que nos narren lo que vivieron las ayuda a ellas y a toda la Iglesia. A ellas, porque si sus experiencias siguieran en el silencio donde han estado escondidas tantísimos años se convertirían en una gangrena todavía más densa que terminaría devorándonos a todos. Por eso, su testimonio nos socorre precisamente a quienes somos Iglesia: porque se nos presenta la oportunidad de participar espiritualmente de su dolor –ojalá que hasta casi el vómito– de la misma manera que, con la muerte en la cruz del Hijo, hay una parte de muerte también en el Padre y una parte de muerte también en el Espíritu. Sin embargo, me cuesta más creer que esos efectos sean posibles en un noticiario, a la hora en que la gente come cansada y escucha indiferente. Me asusta que, a fuerza de oír en contextos superficiales esas escenas que ni el propio Dante alcanzó a escribir para ilustrar su infierno, terminemos aletargando nuestra capacidad de temer el mal que llevamos dentro, adormeciendo la facultad de revivir en nuestra memoria colectiva lo que experimentaron, y marchándonos aburridos a nuestras casas porque el crucificado tarda en morirse más de lo que esperábamos y hay cosas mejores que hacer que continuar viendo cómo se desangra.

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Con todo, me parece que la tarea principal de la Iglesia no se ha movido ni un milímetro. Sigue teniendo frente a sí la oportunidad de absorber el abandono de las víctimas, de sus familiares y de los familiares y los amigos de quienes abusaron así como de imputar un castigo justo a estos últimos que sea ejemplo de una caridad despiadada. Los términos prácticos en que esto puede realizarse tienen a ese censo de casos sólo como un primer paso con el que escuchar nítidamente ese grito de abandono, pero, después, se verá que los lenguajes mediático, político y económico no han sido suficientes para la reparación integral –siendo absolutamente necesario e ineludible–, y habrá de articularse una lógica espiritual, sacramental y eclesiológica que ponga en un primer plano una fraternidad eucarística, el sacramento del hermano y la idea de cuerpo místico para convertirnos ya a todos nosotros en parte activa de esa sanación comunitaria. Decía, Señor, que creo que la Iglesia sigue estando a la misma distancia de cumplir su cometido básico porque no hay ninguna otra institución capaz de transformar todos los abandonos más oscuros en un amor así de luminoso.

Sinceramente tuyo,