Hace unos días una persona, ya con su recorrido e historia, me preguntaba por su sitio en la Iglesia con palabras sinceras. Había descubierto que era inmensa y variada, rica en diversidad y en carismas, en espiritualidades, en formas de vida. Se había puesto a indagar un poco y, como ocurre en nuestra era, internet era su fuente principal. Me explicó lo que había encontrado, un poco por encima. Y seguimos dialogando un rato más. En algún momento tuve la sensación de que estaba buscando una especie de banco en el que sentarse, como cuando se entra en una parroquia, desde el que ver mejor, ser mejor cristiano y vivir más a fondo. Se lo dije. Y lo pensó.
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Una semana y algo después, volvió y continuaba todo más o menos igual. Salvo una cosa. Se había puesto a hablar con alguien a través de la red. Como vivían cerca, habían quedado para dar un paseo. Y aquello le había removido un poco más. Estaba, según sus palabras, más activo interiormente, con más ganas, con más ánimo. No porque antes estuviera mal, porque, visto desde fuera, tiene una vida espectacular. Era algo diferente. El caso es que no recordaba que estuviera ocurriendo nada espectacular, salvo que había sido capaz de darse a conocer, exponerse, salir de sí mismo y su rutina, y había dado con alguien amable y cercano con quien dar un paseo y charlar un rato.
Este amigo, como tantos otros, van descubriendo de verdad la Iglesia sin nombrarla demasiado. Una red de relaciones en la que descubrir a Dios, hacerlo presente. Una comunión que se concreta en comunidades que celebran juntas, que comparten misión, que se abren con sinceridad a Dios, que buscan, que caminan, que mantienen su fe y la viven. Creo que es una gran experiencia por su cotidianeidad. Y la mayor parte de milagros siguen sucediendo sin llamar excesivamente la atención, salvo en los implicados. Y, de vez en cuando, nuestra sensibilidad despierta para reconocer que el Espíritu actúa, que nos incita, que nos mueve. Y, en infinidad de casos, las personas que tenemos delante se comportan fraternalmente, acogiendo y amando sin esperar nada a cambio. Y así podríamos seguir y seguir, porque precisamente eso es la Iglesia.
Una presencia inesperable
Quizá tenga más que ver con las relaciones que se establecen y con Quién las nutre y fecunda, que, con planes, proyectos y todo lo demás en lo que tanto tiempo gastamos apresurándonos y agitándonos a nosotros mismos, sin que eso termine por ser el aleteo del Espíritu en el interior de las personas. Y para nada estoy despreciando esfuerzos, compromisos y entregas en los que estoy también involucrados. Simplemente constato, con todo y por encima de todo, la primacía de Dios en la Iglesia y cómo se preocupa de recordar qué es lo fundamental, cuál es el corazón del que late la vida, cómo resulta incalculable, incontrolable e inesperable su presencia.
Florenski comienza su teodicea hablando de la eclesialidad en unos términos verdaderamente espectaculares. Aunque también tiene palabras cortantes para ciertas derivas que puede tomar en toda confesión. Estando muy de acuerdo con él en lo mistérico y en su abundancia de dones, confieso que últimamente me parece que el Espíritu se mueve mucho en esos espacios en los que de verdad se hace sitio al otro, al prójimo que reclama, al hermano que se presenta con confianza. Hay un gran tesoro que abrazar y vivir, que cada cual puede hacerse con aquella pequeña parte que alcance, sabiendo que será mucho mayor lo que deje. Pero, en cualquier caso, no sin el prójimo, no sin el amor al otro. Dudo mucho que se pueda coger riqueza mayor, una vez vista la inmensidad de los dones. Siempre en dinamismo, siempre en movimiento, siempre peregrinos.
Queda una conversación pendiente con este amigo. Veremos por dónde ha ido trascurriendo todo. Me alegro enormemente de que haya abandonado lo difuso y se haya lanzado a concretarse. Por ahí se empieza. Luego quedará un largo camino, con muchos más milagros, con mucha más abundancia de la que imagina, con entregas y disponibilidades que hoy ni vislumbra. Todo se andará. Pero, antes de nada, el primer salto.
Si Dios hubiera querido algo diferente, con abrir la puerta de este o aquel otro edificio hubiera sido suficiente. Se nos olvida aquello -tan vivificante- de que el Dios que lo ha creado todo quiere contar con cada uno, como Padre con su hijo, y en no pocas ocasiones quiere contar con nosotros más que nosotros con nosotros mismos. (Esta última frase está escrita en primera personal del plural muy a propósito).