Una monja río arriba


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Río arriba de tantas cosas aún sigue latiendo el corazón de las tinieblas, que lo es de la profunda ignorancia, del desprecio, del abuso y del mal. Río arriba y abajo del Marañón y del Morona, en parajes amazónicos perdidos de la mano de casi todos, me he encontrado con la hermana Lucero Guillén, toda ella voluntad de llevar un poco de luz a las comunidades indígenas, que, hoy como ayer, siguen siendo ignoradas, humilladas y olvidadas, ahora por sus propios compatriotas del Perú.

Llena todavía la mirada de su lucha a favor de los derechos humanos, de su entrega a la causa del reconocimiento de la propiedad de la tierra de unas pequeñas comunidades que resisten malamente los intereses de las empresas internacionales que han fijado los ojos en las riquezas naturales de su entorno –con el beneplácito babeante de la clase política–, me acuerdo de la Universidad de Stanford.

No, a la hermana Lucero, experta en acompañar causas que se quieren perdidas, no la han invitado a impartir ninguna lección magistral ni le concederán –probablemente– un doctorado ‘honoris causa’ por la defensa del medio ambiente, en medio del cual están siempre las personas. No, la prestigiosa universidad norteamericana ha caído presa también de una cierta ola revisionista, de cuestionable método académico, que la ha llevado a repudiar el nombre de fray Junípero Serra con el que designaba alguno de sus pabellones y edificios.

Canonizado por el papa Francisco en 2015, el franciscano español es probable que cometiera errores. Quién no. Pero no se cuestiona su defensa de los indígenas, en los que volcó su celo evangelizador. Siglos después, estos otros indígenas, en condiciones de vida que no ha ido en paralelo con el desarrollo de sus países, siguen, a unas pocas horas de vuelo de Stanford, en el más absoluto abandono. Solo una mujer, en nombre de la Iglesia, les tiende la mano y ofrece su voz para denunciar lo que casi nadie ha querido ir a ver.

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