La tribu de los muiscas, en Colombia, emplea el término “bonito” para referirse a cualquier situación cargada de significado, de resonancias, de ecos de trascendencia que jamás se olvidarán. Las muertes trágicas que hemos experimentado en Chile distan mucho de la belleza estética; sin embargo, probablemente sean algunas de las más significativas que podamos valorar para reconstruirnos como país y como personas.
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Todos vamos a ser abrazados por la muerte, pero, aunque parezca paradójico, hay unos pocos afortunados que “viven” un deceso que nos interpela, nos sacude, nos conmueve y nos insta a reflexionar sobre nuestra fragilidad y la necesidad de mayor fraternidad.
Muertes anónimas y públicas
En apenas unos días, más de un centenar de chilenos han fallecido a causa de incendios devastadores. En medio de esta tragedia, también perdimos al expresidente Sebastián Piñera en un dramático accidente. Estos decesos están repletos de voces, de estelas que nos sacuden como sociedad. Son muertes que no podemos silenciar, ya que su legado es una invitación al cambio integral. Debemos modificar la manera en que interactuamos, cómo nos organizamos, las estructuras y los sistemas de emergencia, la política, la economía, la integración social.
Muchos chilenos despertamos esta semana, una vez más, al desengaño del control y la seguridad. Somos insignificantes al intentar garantizar un segundo más de vida cuando las circunstancias conspiran en contra. Los terremotos, el estallido social y la misma pandemia ya nos lo habían advertido, pero parecíamos estar olvidándolo nuevamente, y la fragilidad que padecemos nos afecta profundamente. No obstante, del horror y el pánico debemos pasar lentamente a lo único que puede aliviarlos: la compañía mutua. Es momento de restaurar un país fracturado tantas veces y tan profundamente que la vida nos brinda una nueva oportunidad de recomponer la comunidad.
Los ecos para meditar
Los compañeros de vuelo relatan que Sebastián Piñera les instó a saltar antes de que el helicóptero se estrellase porque, si él también lo hacía, la nave caería sobre todos. Ese gesto heroico y altruista le costó la vida y es uno de los detalles que embellecen su muerte. Cada uno de nosotros debe velar por el bienestar de los demás, incluso si ello implica sacrificar la vida, porque, de lo contrario, “el helicóptero nos caerá encima a todos” y nos destruiremos como país y sociedad. Del mismo modo, existen héroes anónimos entre los bomberos, los voluntarios y los afectados por los incendios que literalmente “ardieron” por salvar vidas. Esa humanidad en cueros es la que debe prevalecer en nuestra convivencia, respetando nuestra diversidad.
Más allá de acompañar, empatizar, orar y conmovernos por estos sufrimientos, cada uno de nosotros tiene el deber de cuestionar cómo vive y qué motiva sus acciones. ¿Es verdaderamente el amor lo que nos guía o más bien es el interés propio, la imagen, el dinero, las deudas, la ambición, el poder, el mal? Si nos tocara morir hoy, ¿sería la nuestra una muerte “bonita” o pasaríamos al olvido sin más, ocupando solo un espacio en un cementerio, pero no en el alma ni en el recuerdo de los demás? Debemos vivir cada día intentando emular la magnitud de Cristo, que se mide solo por el amor y la dignidad con que nos tratamos. El resto es insignificante.
Que estas muertes no se vean empañadas por nuestro regreso a la rutina, a la “normalidad” de solo correr y producir. Que las personas que nos han dejado sean faros que iluminen nuestro camino hacia una conversión y encuentro nacional.